Todo empezó en 2018. Pasé buena parte de ese año entrando y saliendo del hospital a causa de un páncreas un tanto temperamental al que no le sentaban nada bien las piedras que generaba mi vesícula biliar y que a esta le daba por liberar de vez en cuando.
Al fin, en setiembre, hace poco más de un año, me hicieron el favor de librarme de la maldita vesícula. Mientras convalecía, paseaba y, en general, me dedicaba a tomarme las cosas con calma, empecé a darle vueltas a mi carrera literaria. Empecé a escribir hace cuarenta y dos años, hace treinta y dos a publicar de forma amateur y hace veinticuatro de forma profesional.
¿Qué había hecho en ese periodo?, me pregunté.
Poca cosa, en realidad. Unas veintipico novelas, cuatro o cinco libros de relatos y un libro de ensayo.
No, no estoy siendo sarcástico.
Porque eso no es más que cantidad. En lo que se refería a la calidad, no tardé en darme cuenta de que no había escrito nada de lo que me pudiera sentir realmente orgulloso. No me avergüenzo de nada de lo que he escrito, entendedme bien. Tengo el convencimiento de que mis novelas y relatos son buenos, están bien escritos, tienen interés y resultan una lectura satisfactoria. No soy un mal escritor, al menos eso creo, y lo que sale de mi mente y acaba entre las tapas de un libro no son malas obras.
Pero «no malas» no basta. No es suficiente. Si hubiera muerto en la mesa de operaciones no habría dejado nada tras de mí especialmente relevante. Sí, un puñado de buenas novelas, quizá, como docenas, quien sabe si centenares de otros escritores. Nada que destaque por encima del resto, que haga que «hablen de mí cuando ya no esté».
No deja de ser irónico ese pensamiento, esa idea de dejar detrás de ti algo que merece la pena, sobre todo cuando viene de alguien que se define como ateo y materialista y que piensa que esta vida es todo cuando tenemos, un paréntesis ridículamente pequeño de luz entre dos eternidades de oscuridad, que no tiene otro sentido que aquel que nosotros queramos darle. Bueno, el que yo quería darle, al menos en aquellos momentos, con cincuenta y tres años a cuestas, era el de escribir mi Señor de los Anillos, pintar mi Capilla Sixtina, componer mi Novena Sinfonía, ponedlo en los términos que queráis.
¿Suena pretencioso y arrogante? ¿Estúpido, tal vez? ¿Está condenado al fracaso? ¿Se me ha ido la pinza definitivamente?
No os estáis preguntando nada que no me haya preguntado yo antes.
Arrogante o no, estúpido o no, condenado o no al fracaso, no me quedaba más remedio que intentarlo. Qué narices, si acabo siendo el equivalente metafísico de un mosquito estampado contra un parabrisas, por lo menos que sea contra un parabrisas lo bastante grande, y que sea por haber intentado atravesarlo, no porque me pille desprevenido.
¿Por qué en este momento? No cabe duda de que mis problemas de salud fueron un factor. El otro, sin duda, fue verme convertido de pronto en un «señor mayor» y tener la sensación de no haber hecho nada que mereciera realmente la pena, que dejase mi huella en la arena… o más exactamente en el agua, como reza el epitafio de John Keats (ese poeta que todos los fans de la ciencia ficción conocen a través de Dan Simmons, aunque ninguno lo haya leído). Al fin y al cabo, es a lo máximo a lo que podemos aspirar, a dejar huella durante unos segundos en el agua de un cosmos al que, seamos francos, le resultamos indiferente como especie, no digamos ya como individuos.
Pero ahí estaba, pese a todo mi materialismo, a mi inmanentismo; un pequeño anhelo de… no sé si llamarlo inmortalidad. En el fondo, supongo, una compulsión evolutiva, una suerte de impulso de reproducirme, ya que no a través de la carne, sí a través del pensamiento. Echadle la culpa al cabrón de Darwin.
De hecho, no es casual que en cierto momento de El Hueco al Final del Mundo uno de los personajes reflexione con las siguientes palabras:
Fue el hijo de mi mente y, como tal, ha sido mucho más importante que cualquiera de los hijos de mi cuerpo.
En cualquier caso fueron esos dos factores, la repentina certeza de que no era inmortal unido al hecho de que no había hecho nada que justificase de verdad mi vida ante mis propios ojos (que, en el fondo, son los que de verdad me importan), lo que me llevó a embarcarme en la creación de la que pretendo que sea mi mi novela definitiva, aquella que me justifique como autor y, hasta cierto punto, como persona. Cuando escribo esto, a finales de setiembre de 2019, y tras más de casi cuatrocientas mil palabras, dos mapas, una cronología, cinco idiomas ficticios con sus correspondientes alfabetos, aún no he llegado al final de la travesía. Creo que no falta mucho, que he completado tres cuartas partes del viaje, pero en realidad no lo sé.
Si soy por lo general un escritor más de brújula que de mapa, que echa andar sin estar seguro de qué se va a encontrar, sabiendo solo la dirección general en la que camina y, como mucho, con un atisbo de cómo será el final del viaje, en esta novela he tirado la brújula directamente y he echado a andar sin preocuparme hacia dónde voy, sabiendo simplemente que voy, que me muevo. Si en cierto modo cuando escribo me estoy contando la novela a mí mismo (soy mi propia Sherezade, como decía Paul Sheldon poco después de que Annie Wilkes lo atase a la cama y lo obligase a escribir una novela más) y la creación es al mismo tiempo un acto de descubrimiento, nunca lo ha sido tanto como ahora. Eché a andar y el mundo fue creciendo a mi alrededor, volviéndose más rico y más complejo, poblándose de personajes, de situaciones, haciéndose más y más real.
En cierto modo he recuperado, más de cuarenta años después, el impulso puro y sin dobleces de narrar por el puro placer de narrar, de descubrir, de llegar más allá, sin importar dónde. Tengo otra vez doce años, la cabeza me bulle de ideas locas que no puedo evitar pasar al papel.
«This tale grew in the telling», como dicen que dijo una vez J. R. R. Tolkien. Qué razón tenía el viejo profesor.
En cualquier caso, me ha parecido el momento adecuado para hacer un alto en el camino, respirar y volver la vista atrás para evaluar cuanto he recorrido. ¿Merece la pena? ¿De verdad estoy echando el resto y dando lo mejor que tengo? Eso creo. Pero, ¿estará el resultado a la altura de mis intenciones? No tengo ni idea. Mis lectores beta, benditos sean, creen que sí, al menos la mayoría de ellos.
Ya veremos.
También ha llegado el momento de compartir con vosotros, los pocos o muchos que leáis esto, un poco de este mundo que he ido creando. Espero que sirva para poneros en antecedentes del lugar en el que se desarrolla El Hueco al Final del Mundo, esa Duniya que, en cierto modo, es nuestro planeta dentro de seis mil años… mucho después de que nuestra civilización, la Era de las Ciudades, se haya desvanecido en el polvo.
Además de información sobre el escenario en que se desarrolla la novela, pretendo ir mostrando pequeños detalles de los entresijos de su creación. Hablar de las influencias que me han traído hasta aquí, las que han hecho que solo pueda escribir esta novela en estos momentos y no cualquier otra. Explicar el tipo de escritor que soy (o que creo ser, lo que no tiene por qué ser necesariamente lo mismo) y cómo funciona mi mente cuando empiezo a imaginar una nueva novela. Repasar un poco el camino que he ido recorriendo y que me ha traído hasta aquí. Detallar ciertas decisiones narrativas que fui tomando… En fin, un poco de todo.
Si os es de utilidad, os resulta interesante y os deja con ganas de leer la novela, estupendo. Si os parece información superflua, bueno el mundo está lleno de ella; un poco más no importa.
Que la Divina Incertidumbre que rige el mundo os sea propicia. ¡Iljá Alyajin!
Rodolfo Martínez
25 de setiembre de 2019