Mi relación con Ursula K. Le Guin es un poco atípica. Por regla general, cuando se citan sus grandes obras, la gente suele mencionar sus novelas de ciencia ficción como La mano izquierda de la oscuridad o Los desposeídos. Sin embargo, aunque me parecen muy interesantes, llenas de especulaciones de gran calado y en ciertos aspectos temáticos muy atrevidas para su época, no es la ciencia ficción de Ursula Le Guin la que hace que mi corazón lata más deprisa o la que provoca un alboroto de mariposas en mis tripas.
Es su fantasía. Más que su ciencia ficción, mucho más que sus novelas más famosas y premiadas, mi relación más profunda, duradera, compleja y siempre en evolución es con Terramar.
He vuelto a recordar y repasar esa relación mientras leía una vez más los seis libros, ahora en inglés en la maravillosa edición en un solo volumen ilustrada por Charles Vess. De hecho, el pistoletazo que provocó las reflexiones que podréis leer a continuación fue el artículo «Earthsea Revisioned», que se incluye como apéndice en el libro y que, pese a ser ya de 1991, yo aún no había leído.
Si mi relación con El señor de los anillos puede ser descrita como amor a primera vista, la que desarrollé con los libros de Terramar fue bastante más paulatina y, al menos al principio, no tan entusiasta.
Creo que la primera vez que oí hablar de esa serie (aunque conocía a la autora por sus novelas de ciencia ficción) fue allá por 1981 merced a un compañero de colegio que había pasado parte del verano en Estados Unidos y se había traído las ediciones en inglés de El señor de los anillos y El hobbit.
Encima en tapa dura, cosa que el muy cabrón se podía permitir. En mi caso, cuando estuve un año más tarde en Nueva York y eché a correr en dirección a la librería más cercana (que resultó ser Barnes & Noble) mi presupuesto solo me alcanzó para las ediciones de bolsillo.
(Aún las conservo, por cierto: The Lord of the Rings en tres volúmenes —azul, verde y rojo—, The Hobbit —crema—, The Silmarillion —blanco, de aquella inédito aún en español—, The Tolkien Reader —miscelánea de artículos y relatos breves de Tolkien—, un pequeño volumen con Smith of Wooton Major/Farmer Giles of Hamm y, mi adquisición más útil, al menos como libro de consulta, The Complete Guide to Middle-Earth, de Robert Foster.)
Como sea, este amigo fue el que me habló por primera vez de «Earthsea» y me dijo que era una lectura más ligera que Tolkien, más orientada al público juvenil, y que tenía un trasfondo filosófico taoísta.
Nada de aquello me impresionó gran cosa, la verdad. Pero cuando Minotauro publicó Un mago de Terramar en 1983 me hice con la novela y la leí. Era fantasía épica en un momento en que casi no había nada de eso en España y encima lo editaba la misma editorial que había publicado a Tolkien. Resultaba inevitable que me la comprase.
En efecto, era una lectura mucho más ligera que El señor de los anillos, por no mencionar que se trataba de una novela bastante más breve. Contaba la historia de un mago en un mundo oceánico salpicado de islas y, tras hablarnos de sus peripecias de infancia y de su aprendizaje en una escuela de magia, contaba su primera gran aventura como mago adulto.

De buenas a primeras no me pareció gran cosa. Cierto que estaba bien escrita, el escenario tenía potencial, la novela se leía con facilidad y se llegaba al final casi sin que el lector se diese cuenta. Pero carecía del aliento épico y la carga evocadora de la obra de Tolkien. Además, era una historia demasiado sencilla, incluso simple.
(Era demasiado joven, supongo, para darme cuenta de lo difícil que es la sencillez, y de lo maravillosa que resulta cuando, como era el caso, funciona.)
Sin embargo, me gustó lo suficiente para que me pillase y leyese la segunda novela, Las tumbas de Atuán, en cuanto apareció en castellano.
Fue una lectura desconcertante. Como la anterior, se trataba de una novela bastante breve, narrada en el mismo estilo elegante y eficaz. Pero iba casi por la mitad de la novela y el protagonista de la anterior, el mago Ged, aún no había aparecido por ninguna parte. En lugar de eso me estaban contando la historia de una niña-sacerdotisa desde el momento de su elección como reencarnación de la anterior hasta bien entrada su adolescencia.
Tenía la extraña sensación de que debería haberme sentido impaciente, quizá incluso estafado porque en vez contarme una nueva historia del mago, me estuvieran hablando de aquella chica que no tenía nada que ver con él. Pero al mismo tiempo estaba fascinado por la historia de Tenar y todo lo que la rodeaba.
Creo que fue la primera vez que vi descrita una sociedad estrictamente femenina (o casi, estaban los eunucos que servían a las sacerdotisas), apartada de la masculina y supeditada a ella, pero convencida de que es superior a esta. En cuanto a la evolución de la joven Tenar, su desarrollo, el modo en que se va orientando su mente hacia cierto lugar, la manera en la que aprende a cuestionar lo que le rodea… Me pareció sorprendente lo mucho que Le Guin conseguía con muy pocas páginas. Siempre he sido un fan incondicional de la economía de medios (y, al mismo tiempo, de la desmesura narrativa, por paradójico que resulte) y Las tumbas de Atuán podría servir casi de manual de cómo contar mucho mostrando muy poco en muy poco espacio.
Ged acabó saliendo en la novela, por otro lado. Y cuando lo hizo nos fue mostrado a través de los ojos de Tenar, como un enemigo, un antagonista.
Así, los destinos de Ged y Tenar confluían y los dos personajes descubrían que ninguno de ellos era capaz de salir de la trampa en la que se encontraba (la de él, física; la de ella, vital) sin la ayuda del otro. El enemigo se transformaba en aliado; la antagonista, en compañera. Lo que tendría que haber sido el enfrentamiento final, lleno de pirotecnia, poder contra poder, entre el mago de la luz y la bruja de las tinieblas, se transformaba en dos personajes que aprendían a mirar más allá de sus prejuicios y ver al «otro» simplemente como un ser humano.
Todo ello en menos de doscientas páginas. Ah, sin duda eran otros tiempos.
Creo que La costa más lejana me decepcionó un poco porque Tenar no hacía acto de presencia por ningún lado. A priori tendría que haber sido más satisfactoria ya que la nueva novela (tercera y, durante mucho tiempo, última de la serie) regresaba a caminos más familiares. Pero algo me faltaba aunque seguramente en aquel momento no tuviese la menor idea de lo que era.
Es una buena novela. Y sin duda remata de forma adecuada lo que entonces era una trilogía, cerrando en cierto modo el círculo abierto en Un mago de Terramar… no del todo, como vi años después. Pero cuando la acabé me dejó un sabor de boca agridulce. En parte porque, después del giro que había supuesto Las tumbas de Atuán, me pareció que se volvía a una narrativa más convencional y que repetía esquemas ya conocidos. Lo cual no es realmente cierto, por otro lado. Le Guin es demasiado buena escritora para caer en el cliché así como así, no sin antes darle un par de vueltas y meneos. Pero tuve la sensación de que La costa más lejana era un paso atrás respecto a la novela anterior.
Para entonces el mundo de Terramar ya me había ganado; y el tipo de fantasía de Le Guin, alejada de las estridencias épicas de Tolkien, más familiar, por llamarla de algún modo, más sencilla pero no por ello menos elaborada, empezaba a calar en mi ánimo.
(Sí, Tolkien también explora lo familiar y las pequeñas historias de la gente normal; al fin y al cabo sus hobbits son pequeñoburgueses rurales que aman la naturaleza entre otras cosas porque nunca han tenido que ganarse la vida luchando contra ella… Pero estoy divagando y el tema es demasiado complejo para ventilarlo en una sola frase. Digamos simplemente que la «familiaridad» de Terramar me resultaba más cercana que la de la Comarca, más creíble y comprensible.
Al menos a mí. Seguro que a otros muchos lectores y lectoras, no.
Al fin y al cabo, cada novela cambia con cada lector que la lee, ¿no? Debería hacerlo, si es buena.
Pero sigo divagando.)
Volvamos a Terramar. Había leído la trilogía y, aunque no la consideraba ninguna cumbre de la fantasía, me resultaba lo bastante satisfactoria para querer más. Pero esas tres novelas eran todo lo que había.
Y siguieron siéndolo unos cuantos años. Hasta que de pronto, allá por 1991, me encontré en la librería con una novela titulada Tehanu que se anunciaba como «el último libro de Terramar».
Empecé a leerla. Me di cuenta de que, al contrario que las anteriores, donde se producían saltos de varios años entre una novela y la siguiente, esta empezaba a justo después de que terminase La costa más lejana.
Y a medida que iba leyéndola comprendí que me acababan de colar un gol por toda la escuadra. Que lo que estaba leyendo era en el fondo la historia de dos personas de mediana edad que se reencuentran al cabo de muchos años y, no sin dificultad y sin duda de forma torpe pero entrañable, reavivaban los rescoldos de lo que en su momento pudo haber sido un apasionado amor de juventud pero no lo fue.
Tehanu es mucho más que eso, por supuesto. Es una reflexión sumamente inteligente sobre los roles de género, ya sea en el mundo de la fantasía épica, ya en el real. Es una exploración y al mismo tiempo una subversión del arquetipo del héroe clásico. Es, además, un espejo en el que se miran las tres novelas originales y nos obliga a reinterpretarlas y ver en ellas muchas cosas que nos pasaron desapercibidas la primera vez. Es un cuento sobre la responsabilidad y su ausencia, sobre el poder y sus abusos, sobre el amor y la mortalidad.
Y es un montón de cosas más que no me molestaré en detallar aquí. Leedla.
Pero básicamente es una historia de amor entre dos personas de mediana edad y la hija de su elección, ya que no de sus cuerpos. Es también, sin regodearse en la violencia pero sin cerrar los ojos, la historia de esa hija adoptiva, una niña abusada y torturada que sin embargo no es lo que parece… o a lo mejor es exactamente lo que parece. Sin apenas acción, sin grandes batallas ni enfrentamientos, sin épica… Bueno sí, hay un momento donde un pastor cincuentón y una granjera no mucho más joven hacen frente a cuatro o cinco ladrones… vamos, a la altura de la batalla de los campos de Pelennor, por lo menos.
No necesita nada de todo eso. No le hace falta. Para nada.
Ahora, mientras huyo de la cincuentena a toda prisa y la palabra sexagenario me espera a poco más de un lustro de distancia, me emociono con mucha más facilidad que de joven. Quizá me estoy volviendo senil. O quizá ciertas barreras ridículas que no me permitían expresar mis emociones, ni siquiera en soledad, han ido cayendo poco a poco. Yo qué sé. Que cada uno se quede con la opción que prefiera.
Cuando leí Tehanu hace más de veinticinco años no me emocionaba con facilidad, creedme. Y al acabar la lectura tenía un nudo en la garganta y un puño en el estómago.
Luego vinieron los Cuentos de Terramar y El otro viento, y con ellos la autora culminó su viaje y cerró los últimos cabos sueltos. No todos, por suerte; me disgusta la ficción en la que al final todo queda atado y bien atado, me parece un callejón sin salida. Los dos libros finales son, cada uno a su manera, maravillosos. Pero fue Tehanu el que terminó de enamorarme de verdad de Terramar, casi diez años después de haber leído la primera novela. O quizá simplemente me hizo darme cuenta de lo mucho que ya amaba aquellos libros, aunque no lo supiese. Sí, soy torpe y lento, en efecto.
Tolkien fue amor a primera vista, decía al principio. Un amor que no se ha desvanecido con los años, pero que se ha ido matizando. Mi relación con Terramar es quizá más profunda; se me fue metiendo bajo la piel poco a poco, sin que yo mismo me diera cuenta, hasta que ya fue imposible extraerla. De hecho, si vuelvo la vista atrás (tarea peligrosa que los escritores emprendemos con cierta frecuencia) no me sorprende descubrir que Terramar ha sido una de las grandes influencias ocultas en mi carrera, de la que yo mismo no he sido consciente hasta hace muy poco. (¿Ya he dicho que soy torpe y lento?)
Si analizo algunas de mis novelas más recientes (las cuatro que componen el ciclo de El adepto de la Reina, por ejemplo, pero sobre todo El hueco al final del mundo) veo que ciertas relaciones entre determinados personajes son como son por influencia de la Ursula K. Le Guin de Terramar. Encuentro ecos de Tenar en algunos personajes femeninos y descubro la sombra de Ogión dispersa por aquí y por allá en varios habitantes de Duniya, por poner solo dos ejemplos.
Podría pensarse que los nabatíes que aparecen en El hueco al final del mundo (humanos hermafroditas funcionales en simbiosis con ciertas especies vegetales) son como son merced a otra novela de Ursula K. Le Guin, La mano izquierda de la oscuridad. Sin embargo, no lo creo. Sin duda hablaré de ellos con más detalle en otro artículo, pero mientras tanto es suficiente con decir que los nabatíes son mi propia y peculiar versión de los elfos silvanos de Tolkien y que son como son merced a un programa de cocina ambientado en Venecia, una conversación con Felicidad Martínez sobre un concurso de relatos y cierta novela de Emilio Bueso con abundantes moluscos.
Pero eso es otra historia y… bueno, ya sabéis. Que la Divina Incertidumbre que rige el mundo os sea propicia. ¡Iljá Alyajin!