He hablado de Tolkien y de Le Guin y, aunque ambos son quizá mis principales influencias en la fantasía, no son ni de coña mis primeras influencias en el campo de la literatura no realista.
Técnicamente podríamos considerar que estas fueron los comics de superhéroes. Tanto aquellas espantosas ediciones que hacía Vértice de Marvel por entonces (y qué mala es la nostalgia, que aún atesoro como oro en paño los pocos tebeos de esa época que conservo) como los comics de DC que llegaban a nuestro país merced a la editorial mejicana Novaro (Superman y Batman fundamentalmente, con algún que otro personaje ocasional que solía salir bajo la cabecera «Superman presenta» o «Batman presenta»). Estos últimos con sus peculiares traducciones desde el punto de vista de un español; no solo por los nombres de personajes y lugares (confieso que a las edades a las que empecé a leer cómics que Batman se llamase Bruno Díaz y no Bruce Wayne ni siquiera me sonaba raro) sino por la terminología. El “no más miren como jala a esos pillos” se me ha quedado grabado en la memoria, sin ir más lejos.
Pero no era de los tebeos de superhéroes de lo que quería hablar. Sino de algo que leí algunos años después. No sé qué edad tendría. Teniendo en cuenta que empecé a escribir con doce años, y que entonces tenía la la sensación de que llevaba mucho tiempo leyendo ciencia ficción, supongo que tendría diez. Dos años son toda una eternidad a esas edades.
Así que digamos diez años. No creo que fuera antes, y sin duda, no fue después. A esa edad tuve mi primer encontronazo con la ciencia ficción. Ya he contado en otro lugar que me llamaban mucho la atención los libros que a veces leía mi padre, de portadas vistosas llenas de naves espaciales, galaxias y nebulosas. También he contado que empecé a leer uno de ellos a hurtadillas, convencido (no sé por qué, porque mis padres nunca han reprimido mis impulsos lectores ni el lugar hacia el que se orientaban, ni siquiera a esas edades) de que era algo demasiado adulto para mí y que no me dejarían leerlo. Mi padre me acabó pillando y al día siguiente (esa es la sensación que tengo, pero quizá pasó unos días más tarde) me vino con un par de libros de Isaac Asimov.
El resto… bueno. A partir de aquel momento estuve perdido sin remedio, como ya habréis supuesto.
Lo curioso es que mis dos primeros «amores» en la ciencia ficción no podían ser más dispares. Uno, como ya supondréis, fue Asimov. Pero el otro era Philip K. Dick, que no podía ser más distinto.
Si Asimov era racional, claro, preciso, con estructuras narrativas que seguían pautas regulares y trazadas con extremo cuidado, Dick era la locura, el caos, la pura irracionalidad.
En las novelas de Asimov, el universo era un lugar racional y comprensible. En las de Dick, no solo era absurdo y sin sentido sino que a menudo tenía algo personal contra los pobres personajes.
No recuerdo muy bien cuál fue mi primer libro de Asimov. O bien se trató de la Trilogía original de la Fundación, o de la recopilación El joven Asimov (partida en tres volúmenes por Bruguera titulados Selección 1, Selección 2 y SelEcción 3). De lo que no me cabe la menor duda es de cuál fue el primer libro de Dick que leí… o para ser más exactos, que intenté leer.
Se trataba de Tiempo de Marte (Tempo Marciano, en la «gloriosa« edición de Vértice traducida por F. Sesén; aún la conservo, otra trampa más de la nostalgia).

Hace unos meses, en la Semana Negra de Gijón, rememoré mi primer acercamiento a la novela. Rosa Montero, Ángel Luis Sucasas, Julio César Iglesias y yo mismo (con Ángel de la Calle moderando el evento) estuvimos glosando la figura y la obra de Dick durante casi una hora. La estrella del asunto fue, sin duda, Rosa. Estoy seguro de que el lleno en la Carpa del Encuentro no era precisamente por mí.
Como sea, aproveché para contar lo que supuso para mi versión infantil toparse con la obra de Dick, sin previo aviso, y sin tener la menor idea de lo que iba a encontrar.
Para los que no hayáis leído la novela, os comento que dos de los principales personajes son un adulto esquizofrénico y un niño autista que ve el tiempo de un modo no lineal. Y que a menudo la novela se narra desde el punto de vista de uno de ellos, o de los dos, y lo hace sin darnos pistas acerca de ello, en modo inmersión: o aprendes a nadar o te ahogas. Unid a eso una traducción no muy brillante y la capacidad de comprensión de esos temas que puede tener un chaval de diez años.
No fui capaz de acabarla al primer intento. Creo que tampoco al segundo. Pero volví a intentarlo por tercera vez.
¿Por qué? Demonios, tenía un montón de cosas por leer que me iban a resultar más asequibles. ¿Para qué perder el tiempo con aquello?
Dejad que os asegure que no fue porque supusiera un desafío. No fue orgullo o terquedad en plan de «esto lo acabo por narices». Sino algo muy distinto.
Leer la novela me costaba mucho trabajo; a veces no entendía nada de lo que Dick estaba contando, pero me resultaba fascinante. En cada lectura llegaba un poco más lejos, hasta que me declaraba vencido y la dejaba.
Pero la novela no se iba de mi mente. Tenía imágenes tan potentes, tan desquiciadas, tan sugerentes. En aquellas páginas acechaba algo extraño que no terminaba de entender, pero que en cierto modo me llamaba como las sirenas a Odiseo (sí, a Homero sí que lo he leído, aunque como no lo hice en el griego original, supongo que no cuenta.) Tenía que darle otra oportunidad. Y se la di. Y aún le di otra más.
Como he dicho, creo que fue a la tercera que conseguí rematar la novela. Pero a lo mejor fue a la cuarta. O a la quinta. Y estoy seguro de que por ahí hay un universo en el que aún no he conseguido terminarla y cada poco vuelvo a intentarlo. El libro ya está casi desgastado de tanto leerlo. Y hasta se puede adivinar el número de intentos y dónde lo dejé cada vez por el proceso de deterioro de las páginas. La civilización se va desmoronando a mi alrededor, la noche cae para el universo y yo ni siquiera me doy cuenta, empeñado en terminar ese libro que, sin embargo, siempre me superará. Sería muy digno de una novela de Dick, desde luego. O de un cuento de Borges, que siempre me pareció una especie de Dick teñido racionalismo. O quizá sea al revés. ¿Se trataba de Dick que había soñado que era Borges, o de Borges que estaba soñando que era Dick?
¿Importaba?
Leer a Asimov supuso entrar en una habitación que, en cierto modo, conocía desde siempre, estaba hecha a mi medida, adaptada a mi confort. Todo estaba en su sitio, donde debía. Era sumamente agradable y podía tirarme sin salir de ella años enteros, olvidándome del resto del mundo. Era un lugar fascinante, lleno de misterios que tenían una solución lógica, donde todo encajaba y se hacía comprensible y el descubrimiento del misterio, no solo no destruía la fascinación de este, sino que lo hacía incluso más fascinante, al recorrerlo de nuevo, ahora con la solución en la mano, viendo de qué modo armónico y maravilloso encajaba todo.
Descubrir a Dick fue como darme de narices con un paisaje de espejos infinitos lleno de esquinas inesperadas y bifurcaciones absurdas, donde el tiempo estaba desarticulado y el mundo fenomenológico era la creación de un demiurgo enfermo. Una cárcel de la que no podíamos huir ni siquiera cuando cruzábamos universos que no eran más que las fantasías de los demás convertidas en pesadillas para nosotros.
Y los dos lugares me pertenecían, aunque me costó mucho tiempo conciliarlos, y aún hoy no estoy seguro del todo de haberlo conseguido. Soy el tipo racional, escéptico y tranquilo que disfruta de las novelas de Asimov; pero también soy la criatura enloquecida que se deja llevar por el absurdo fundamental de un cosmos que no tiene sentido. Volviendo a citar a ese San Agustín que solo conozco a través de Luis Eduardo Aute: «Soy dos y estoy en cada uno de los dos por completo.»
Es algo que, evidentemente, ha ido pasando a mi obra. Siempre busco una estructura clara y precisa; a menudo usando los esquemas y pautas del thriller o la novela de misterio. Pero me gusta insertar vetas de irracionalidad en esas estructuras tan racionales. Quizá nadie las vea más que yo. Son a menudo pequeños detalles que seguramente le pasen desapercibidos a los demás.
A veces me dejo llevar casi del todo y surgen novelas un tanto enloquecidas, como Un agujero por donde se cuela la lluvia o El alfabeto del carpintero. Pero incluso cuando sigo caminos racionales y precisos, hay espacio para las esquinas inesperadas y los momentos que no tienen justificación y que, en cierto modo, le dan un toque picante al relato.
Todo lo que escribo, en mayor o menor medida, surge de la tensión entre esos dos extremos. Tiendo a identificarme más con el primero (racionalista, materialista, escéptico) y me gusta pensar que es esa parte de mí la que domina mi vida en la mayoría de los casos. Pero eso no significa que la otra no esté presente, como una especie de trickster; un trasgu o un diañu burlón que sacude de vez en cuando el barco en los momentos más inesperados… y a veces los más inoportunos, por qué no.
Se pueden ver rastros de ese trickster en el Oráculo de Delfos que aparece en Sondela, en la oscuridad primordial que acecha en las páginas de Fieramente humano, en la orgía enloquecida que proporciona energía a la deidad femenina en Las astillas de Yavé, en el juego de realidades que se ven en El jardín de la memoria y que acaban sugiriendo (de una forma tan oblicua que creo que soy el único que lo ha pillado) que nuestro mundo es una de las realidades simuladas dentro a su vez de otra simulación.
Y seguramente en muchos lugares más de los que ni siquiera soy consciente.
Que la Divina Incertidumbre que rige el mundo os sea propicia. ¡Iljá Alyajin!