ARRAKIS PATRIA QUERIDA, ARRAKIS DE MIS AMORES

Así empezaba un filking creado, si la memoria no me falla, por Juanma Santiago hace muchos años:

Arrakis, patria querida
Arrakis de mis amores.
Quién estuviera en Arrakis
de arena hasta los cojones.

No es el colmo de la elegancia, pero siempre me arranca una sonrisa (es una de las ventajas de ser de clase baja y estar orgulloso de ello, que no te avergüenzas de que te guste el humor grueso). Y lo cierto es que cada vez que pienso en el Dune de Frank Herbert, la rimilla (con la inevitable música del himno asturiano) viene a mi cabeza sin que pueda hacer nada por impedirlo.

Si mi relación con la Tierra Media fue amor a primera vista y con Terramar se trató de un largo y paulatino enamoramiento, creo que podemos describir mi relación con Dune como una especie de dilatada huida condenada al fracaso.

Y el que huía era yo.

Cada vez que me pasaba por la librería en la que solía adquirir mi ración habitual de ciencia ficción (Paradiso, en Gijón, en la calle de la Merced, ahí sigue contra viento y marea) allí estaba el tocho aquel mirándome desafiante en plan «Qué, ¿a que no hay narices? ¿A que no los tienes? ¿A que no me compras?»

Y, en efecto, allí se quedaba.

A veces lo sacaba de la estantería. Lo miraba, lo sopesaba, le daba vueltas. Veía que tenía continuaciones… pero nada, que no me decidía.

No por falta de referencias. Había oído hablar de él. La cumbre de la ciencia ficción ecológica, decían. Un prodigio de especulación política y de reflexión sobre el poder y las religiones, comentaban.

Y yo, casi cada semana, agarraba el maldito libro, lo miraba, él me devolvía la mirada con chulería y yo lo acababa devolviendo a la estantería.

Así durante, calculo, un par de años.

Hasta que un día ya no aguanté más y me lo compré.

No sé cuánto tiempo tardé en leérmelo. Soy, por lo general, un lector razonablemente rápido. Y cuando algo me atrapa, leo a un ritmo vertiginoso. Así que sospecho que no serían más de dos o tres días. Seguramente menos.

Lo primero que pensé al acabar fue «¿Por qué demonios he tardado tanto en leer esto?». Y lo siguiente: «Quiero más.»

Por suerte, lo había. Allí estaban, esperándome, El mesías de Dune e Hijos de Dune. Y también, aunque fuera en un formato ligeramente distinto, ya que era de otra editorial, Dios-Emperador de Dune.

Esto de los formatos creo que merece una explicación. Bueno, no, no la merece, pero os la voy a dar de todas formas.

Sufro una extraña contradicción. Varias, en realidad, pero voy a hablar de una.

Adoro tener los libros totalmente desuniformes en mi biblioteca; mirarla y ver que distintos formatos, tamaños y diseños se van sucediendo, dándole un aspecto caótico, vivo, maravilloso. Y al mismo tiempo, cuando se trata de libros de la misma serie, no soporto que no compartan el tamaño, el formato y el diseño.

Eso me hace presa fácil de editores desaprensivos y me ha llevado en algunas ocasiones a adquirir unas cuantas veces diferentes ediciones de los mismos libros simplemente para que toda la serie, o la saga o los diferentes volúmenes de la sumadrelogía estuvieran en el mismo formato.

Venga, volvamos al tema.

Tras el primero, me pillé el segundo y el tercero, los leí rápidamente y volví a por el cuarto. En el que, aunque no pasaba casi nada, me encantó.

(Creo que fue Juan José Parera el que acuñó la frase: Frank Herbert es capaz de tirarse cientos de páginas sin contar nada. Eso sí, lo hace de un modo muy interesante.)

Años después apareció el quinto, Herejes de Dune. Y el sexto, Casa Capitular: Dune. Y poco después Frank Herbert se murió. Hay quien dice que por suerte porque los últimos libros de la serie eran malos con ganas. Quién sabe, a lo mejor es verdad. Sin embargo, ese giro que daban, dejando en paz de una vez a los pobres Atreides y centrándose en la supervivencia de la Bene Gesserit, a mí me funcionaba.

Pero no me voy a poner a analizar aquí toda la serie. Ni siquiera hablaré de las distintas precuelas, cuelas y poscuelas que Brian Herbert (sí, el hijo de Frank) pergeñó en compañía del incompetente de Kevin J. Anderson. Mejor lo dejamos.

(Aunque, sí, lo confieso: las tengo y las he leído. Soy friqui y, por tanto, completista compulsivo.)

Retrocedamos al primer libro, o a los tres primeros, la trilogía original, donde hay un arco argumental con su planteamiento, su nudo y desenlace. Sobre todo el primer libro, o quizá los dos primeros. Porque, como bien dice mi amigo Juanma Barranquero, Dune y El Mesías de Dune son en realidad una sola novela: argumental y temáticamente eso es evidente, ya que la historia de Paul Atreides se completa en esas dos novelas. La momia ciega y vociferante que aparece en Hijos de Dune ya no es Paul, sino un cadáver reclamado por Shai-Hulud que se niega a reconocer que está muerto.

Como decía antes mi primer pensamiento fue preguntarme por qué había tardado tanto tiempo en leer aquello.

Aquella mierda era buena. Era increíblemente buena. No tanto por el rollo ecológico, que sí, que molaba lo del planeta desierto y los gusanos y los fremen y la especia, pero en el fondo era poco más que decorado. La parte ecológica de Dune me parecía más pirotecnia que especulación seria. Eh, pirotecnia de la buena, entendedme, de esa que mola mirar y que hasta de vez en cuando te deja con la boca abierta.

Lo que de verdad me atraía era todo el entramado social y político que Herbert estaba montando. Esa especie de feudalismo galáctico, con toques de capitalismo monopolista y elementos de ingeniería religiosa. Y las intrigas. Y la misteriosa Cofradía Espacial, que monopolizaba los viajes espaciales. Y la Bene Gesserit, el verdadero poder tras el poder, que aspiraba en el fondo a a fabricarse un dios… lo cual, por cierto, es peligroso de cojones, señoras mías.

Con un subtexto, por cierto, que tiene bemoles. Muchos. La Bene Gesserit es una hermandad totalmente femenina dedicada al perfeccionamiento genético de la especie humana y empeñada en crear un dios… que tiene que ser un macho porque hay ciertos lugares de poder donde solo un macho puede mirar. Así. Tal cual. Dejémoslo en que eran otros tiempos.

Y el gom jabbar. Y la letanía contra el miedo. Y kanli, el ritual de la vendetta. Y las ceremonias del agua. ¡Bi-lal kaifa!

Y, por supuesto, la especia geriátrica, la melange, que expandía la consciencia. Que te permitía ver el futuro.

Dune nos sumergía en un escenario tremendamente evocador que en realidad era una amalgama imposible. Y por eso mismo molaba incluso más. Recuerdo que alguien la criticó en su momento por su falta de rigor, no científico, sino social, histórico. Una sociedad como la que describe, con todas esas culturas, subculturas, sectas y grupos de poder tan diversos conviviendo era imposible, no sería estable, se autodestruiría en pocos años.

Bueno, vale, a lo mejor es así.

¿Y qué coño importaba?

La verosimilitud está sobrevalorada.

De hecho, la literatura no tiene por qué ser verosímil. Basta con que lo parezca.

Y Dune lo parecía. Tardé mucho tiempo en entender por qué, cómo se las había apañado Herbert para conseguir que aquel mosaico dispar e incoherente se mantuviera en pie, resultase sugerente y fuera evocador.

Fue, de nuevo, mi amigo Juanma Barranquero quien me lo hizo ver. Un día, sin darle importancia, «flying casually», que habría dicho Han solo, señaló que el truco de Herbert era tan sencillo como no contar nada.

Así, tal cual.

El Imperio que vemos en Dune es un imperio decadente, complejo, lleno de sinuosas intrigas bizantinas, de planes dentro de planes dentro de planes, de fintas en las fintas de las fintas…

¿O no?

Puede que no. En toda la novela no vemos ninguna intriga bizantina, ningún plan enrevesado (el de los Harkonnen no es precisamente un prodigio de sutileza) , ninguna enmarañada madeja político-social. El Imperio es de una complejidad bizantina por la simple y sencilla razón de que sus habitantes así lo creen y se comportan como si así fuera.

Se nos dice que lo es. Se nos deja bien claro con las actitudes de ciertos personajes.

Pero nunca se nos muestra. Nunca vemos esas intrigas, esas sutilezas. Jamás se nos narran.

Y precisamente por eso el escenario funciona, es evocador y acaba resultando fascinante. Porque una y otra vez se sugiere esto, se deja caer lo otro, se comenta aquello como quien no quiere la cosa… sin mostrarlo jamás, sin entrar en el detalle.

Herbert fue uno de los primeros autores, quizá el primero, que me enseñó que la literatura no solo es mostrar, narrar y contar, sino ocultar, callar y no decir. Que los silencios son importantes, que a menudo lo que no se dice, siempre que no se diga en el momento adecuado y de la forma correcta, da más información que aquello que se dice. Toda Dune está llena de momentos que no vemos, que no se narran… y que sin embargo como lectores tenemos la impresión de conocerlos y haberlos vivido. La mayor parte de la novela pasa, en realidad, entre bastidores. Y ni nos damos cuenta.

De paso, ese es uno de los errores que sus continuadores cometen. (Ya, ya sé que dije que no iba a hablar de ellos, pero…) Brian Herbert y Kevin J. Anderson son incapaces de aprender la lección y si algo sobra en sus ocho novelas ambientadas en el universo de Dune son las prolijas explicaciones que se da sobre todo lo que ocurre. Donde el autor original sugería, susurraba, omitía, ellos detallan, explicitan, puntualizan. ¿El resultado? Ya lo supondréis sin necesidad de que yo diga nada.

Con los años, a medida que envejezco y, eso espero, maduro como escritor, he ido teniendo en cuenta cada vez más la lección de Herbert. Cuando reviso una novela (un proceso que en mi juventud odiaba y que ahora me resulta casi tan placentero como escribir el primer borrador) a menudo suelo ampliar y añadir detalles. Pero también he aprendido a eliminar, a podar, a borrar todo aquello que sobra. A dejar huecos. A no contar. A guardar silencio. Lo he hecho varias veces en El hueco al final del mundo. A medida que se sucedían las distintas versiones han ido desapareciendo diversos párrafos, escenas, a veces capítulos completos. No había nada de malo, en general, en todo lo que he eliminado; daba más detalle sobre ciertas tramas, sobre pensamientos y comportamientos de determinados personajes, sobre algunos lugares y paisajes… Todo ello en sí mismo no es malo.

Pero tampoco es bueno.

A veces es mejor dejar ciertas cosas en la oscuridad, guardar silencio y dejar que el lector rellene por sí mismo los huecos. Si el autor ha sabido hacer su trabajo, esas ausencias darán una textura más interesante a la novela, por paradójico que resulte.

No es la única influencia de Herbert en mi obra, por otro lado. Aquellos que se hayan leído la saga del Adepto de la Reina verán, por ejemplo, que cada capítulo está precedido por una falsa cita, muy al estilo de lo que pasa en la serie de Dune. En cuanto a Asima y otras Adeptas de la Curación que aparecen en las cuatro novelas, no diré que su parecido con la Bene Gesserit sea casual, por no mencionar que quizá tampoco lo sea el que la Reina de Alboné pueda revisitar todas sus anteriores encarnaciones (y sea, en realidad, todas ellas) de un modo muy parecido al Dios-Emperador Leto Atreídes cuando recapitula y es todos sus ascendientes.

En El hueco al final del mundo veréis alguna pincelada muy de pasada en el primer volumen, La simiente de la Esquirla, pequeños detalles que apuntan a determinados lugares. Pero no será hasta que lleguemos al segundo, El verde entre las sombras, que los habitantes de cierta misteriosa nación entren en escena. Si cuando algún lector los vea en acción piensa en los tleilaxu, no seré yo quien le lleve la contraria.

Que la Divina Incertidumbre que rige el mundo os sea propicia. ¡Iljá Alyajin!

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