Cuando era niño, unos años antes de que cayese el meteorito que exterminó a los dinosaurios, era un ávido lector de cómics. De todo tipo, pero especialmente de superhéroes. Fue una afición que abandoné en la adolescencia (aún hoy no sé por qué) y que volví a recuperar a los veintitrés o veinticuatro años. No fue una mala época para volver a los tebeos de superhéroes, porque coincidió con el momento, a mediados de los ochenta, en que DC se puso las pilas, adelantó por la derecha a Marvel (salvo en Inglaterra, claro, que lo hizo por la izquierda) y empezó a llenar el mercado de cositas como la Cosa del Pantano y el Watchmen de Alan Moore, el Sandman de Gaiman, el Regreso del Caballero Oscuro y el Batman Año Uno de Frank Miller, la Wonder Woman de Pérez, el Superman de Byrne… y, por supuesto, Crisis en Tierras Infinitas, la mejor macrosaga de superhéroes jamás dibujada.
Y lo sigue siendo, incluso treinta y cinco años más tarde: el nivel épico, la escala de la historia, lo alto de las apuestas narrativas, la intensidad emocional… Resumámoslo en que tanto Marv Wolfman, el guionista, como George Pérez, el dibujante, estaban en puro estado de gracia y crearon algo maravilloso e irrepetible.

Pero volvamos a la infancia. Los tebeos que más me gustaban entonces eran los de Marvel. Contaban cosas reales, la peña parecía sujeta a motivaciones creíbles, los héroes tenían pies de barro, los argumentos eran complejos… Quizá no tan complejos ni tan creíbles ni tan reales ni tan con pies de barro, vistos hoy desde una perspectiva adulta, pero para un niño, era la hostia. Y la diferencia de nivel que había entre Marvel y DC era como del cielo a la tierra. Así que yo era un Marvel Zombie mucho antes de conocer la existencia del nombre.
Lo que no quiere decir que DC no me gustase. También leía aquellos tebeos (que llegaban a España desde Méjico, donde los editaba Novaro) y encontraba cosas interesantes en ellos. Me gustaba mucho, por ejemplo (a pesar de que salía muy poco, porque la mayor parte de lo que había eran historias de Superman o de Batman), Flash, el velocista escarlata. Y me encantaba la idea de que había más de un Flash, de que en otro universo, Tierra-2, existía una versión ligeramente distinta del mismo personaje. De hecho, el Flash que siempre me ha gustado más es Jay Garrick, el original, el de la bacenilla con alas en la cabeza, seguido muy de cerca por Wally West. Barry Allen… joder, Barry Allen era el tío más muermo y aburrido de todo el Multiverso DC.

En todo caso, mi superhéroe favorito era Superman, por encima de cualquier otro.
¿Por qué?
Buena pregunta. El empollón tímido y retraído que era yo lo tenía más fácil para identificarse con Peter Parker o incluso Bruce Banner. O, por oposición, para soñar con ser Johnny Storm (guaperas, dinámico y viva la virgen). Y sí, algo de eso había. Parker y Storm eran héroes jóvenes y me sentía identificado con uno y me habría gustado ser el otro, sin la menor duda.
Y me gustaba Daredevil (bueno, Dan Defensor, por aquella época), pero sospecho que es porque lo pillé en la época en la que tenía una relación amorosa con la Viuda Negra y la que de verdad me gustaba era ella. Afrontémoslo, Matt Murdock no era un personaje especialmente memorable en aquellos años (pese a un magnífico dibujo de Gene Colan), y no lo sería hasta que llegó Miller y empezó a hacerle cosas interesantes.
Adoraba a los Vengadores. Especialmente al Capi. Pero también a Clint Burton (curiosamente más en la época en la que usaba el suero de Hank Pym para convertirse en un gigante que se llamaba Goliat que en la que era un arquero de nombre Ojo de Halcón). El Hombre de Hierro, que es como llamábamos entonces a Iron Man, me dejaba bastante indiferente, la verdad.
Y era fan a muerte de los Cuatro Fantásticos, que al fin y al cabo era con diferencia la serie con más elementos de ciencia ficción de Marvel.
Vamos, que el universo que me tiraba de verdad y las historias que me molaban realmente eran las de Marvel.
Pero Superman era mi favorito por encima de cualquier otro.
Me pregunto de nuevo: ¿por qué?
No lo sabía. Era una sensación extraña, porque las historias del Supes me parecían tontas, infantiles, simplotas y repetitivas.
Pero era mi favorito.
Empecé a comprender por qué de adulto, cuando autores que, sospecho, pasaron de niño por la misma fascinación por el personaje que yo, escribieron historias sobre él y empezaron a sacarle su auténtico potencial.
Antes he mencionado que cuando volví a leer tebeos una de las cosas que DC publicaba era la nueva serie de Superman, escrita y dibujada por John Byrne.

Recordad que había estado alejado de los cómics durante más de diez años, así que me había perdido los X-Men de Claremont y Byrne, y los 4 Fantásticos de este último en solitario. De hecho, no tenía ni idea de quién era ese señor. Simplemente, un día mientras pasaba por la calle vi en el escaparate de un quiosco una portada en la que Superman, puesto en medio, intentaba separar a Lois Lane y Lana Lang que se empeñaban en zurrarse la badana. Abajo se veía una nota del autor que decía: «Garantizo que esta escena NO sale en este número.»
Me hizo gracia y me compré el tebeo.
Y pocos días después estaba en la única tienda especializada en cómics que existía entonces en Gijón (Háxtur) pillando todos los números atrasados de esa serie de Superman y redescubriendo el universo DC. Y el Marvel. Y otras cosas.
Adoro la versión de Byrne. Por muchas cosas, pero sobre todo por la idea de convertir a Clark en el personaje real (Superman es simplemente el nombre que le pone la prensa y ni siquiera piensa en sí mismo como Kal-el, al menos al principio) y abandonar de una vez cliché del Clark torpe y desmañado y convertirlo en un tipo dinámico y complejo con unas motivaciones creíbles en lugar de en una parodia ridícula. De hecho siempre me encantó de su versión que fuese Clark, el humano y no el superhombre, el que estuviera empeñado en ganar el corazón de Lois. Y que, en efecto, fuese él quien terminase por conseguirlo.

(Sí, odio el momento de Kill Bill 2 en que Tarantino, por boca de David Carradine se pone a farfullar sobre por qué Clark Kent es como es. Ese no es mi Clark, lo siento, y no lo será nunca.)
Y me encanta el Superman de Byrne por la forma en que puso los cimientos para los autores que vinieron detrás. Gracias a él Jerry Orway, Roger Stern, Louise Simonson, Dan Jurgens o George Pérez tuvieron una base sólida sobre la que trabajar y crear nuevas historias. De la mano de esos y de otros autores y bajo la batuta de Mike Carlin, coordinador de las distintas series del Hombre de Acero, surgió la que para mí sigue siendo la mejor etapa con diferencia del personaje en los tebeos. Los quince años que van de 1985 a 2000 (justo cuando Lex Luthor se convierte en Presidente de los Estados Unidos) son para mí la Edad de Oro de Superman en el cómic.
Tal cual.
Pero volvamos al tema
Fue el Superman de Byrne el que me empezó a dar las claves de mi apego al personaje.
¿Cuáles son?
- La idea de que está aquí simplemente para ayudar, para echar una mano. Como le responde Christopher Reeve a Margott Kidder en la película de 1978 cuando ella le pregunta quién es: «Un amigo.»
- La mirada maravillada, fresca, inocente, que lanza sobre el mundo, esperando ver siempre lo mejor de nosotros y no desanimándose cuando no lo encuentra. En cierto modo, es la mirada de un niño.
- La actitud incansable de que, no importa lo oscura que sea la noche, la mañana llegará y todo se arreglará y el mundo puede ser un lugar mejor si arrimamos el hombro.
Superman es pura luz. Es la esperanza de que las cosas pueden ser mejores, de que no hay que rendirse, de que no debemos desesperarnos. Es puro optimismo contra viento y marea.
Lo cual es paradójico, porque no soy un tipo especialmente optimista. O puede que no sea tan paradójico. Tal vez precisamente por eso necesito en mi vida lo que representa Superman.
Es alguien siempre se pondrá de parte del débil, que nunca permitirá que los matones se salgan con la suya, que jamás abusará de su poder ni consentirá que otros lo hagan. Es la encarnación misma de la idea, loca y maravillosa (y a veces, contra toda esperanza, cierta), de que el fuerte existe para proteger al débil, no para abusar de él.
(No es casual que ese sea un aspecto que comparte con otro de mis personajes favoritos: el Capitán América.)
No es un caballero de la Tabla Redonda, es toda ella, es lo mejor de todos ellos unido en uno solo y su poder siempre estará al servicio de la humanidad para construir un mundo mejor, más justo y más luminoso.
¿Lo convierte eso en un personaje poco verosímil?
Quizá.
La verdad es que no me importa. Es un icono. Un ideal. Y como tal, tiene un potencial enorme. A veces, muchas veces, ese potencial se ha malgastado en manos de autores mediocres. Otras, ha habido creadores que han sabido entenderlo (como icono, sí, pero también como personaje, y esos son los mejores momentos, cuando te lo crees como persona y sigues viéndolo como símbolo) y nos han regalado historias espléndidas y momentos maravillosos.
Tengo muchos momentos favoritos en las historias de Superman. Ya sea en solitario, ya en unión de otros héroes.
Me gusta especialmente cuando interactúa con Batman, precisamente por el contraste entre ambos personajes. Como dice mi amigo José Manuel Uría, si los héroes de DC formasen un panteón, Superman sería Apolo y Batman, Hades. La relación entre ambos es a veces problemática, hasta que aprenden a respetarse y a comprenderse. Quizá uno de los tebeos donde mejor se ha reflejado eso es en la miniserie Los mejores del Mundo, escrita por Dave Gibbons y dibujada por Steve Rude.

Yo mismo, en cierta forma, exploré esa relación literariamente. En mi saga holmesiana, concretamente en la segunda novela, Las huellas del poeta, aparece un personaje de nombre Kent que recuerda claramente al último hijo de Krypton. Más adelante, en El heredero de Nadie, cuarta y última novela de la serie, nos encontramos con un misterioso vigilante enmascarado que se hace llamar el Alcaudón y que en realidad es el millonario y filántropo BW Kane, sobrino y heredero de Charles Foster Kane.
Kent y el Alcaudón son mi versión, más o menos, de ambos personajes icónicos. Y me lo pasé muy bien al hacer que este último soltara un discurso que, en cierto modo, era una declaración de amor por Superman. El Alcaudón describe a Kent de la siguiente manera:
El hombre más extraordinario del mundo, créame. Es luz donde yo soy oscuridad y esperanza donde yo no veo más que tinieblas. Es mi contrario en casi todo y, desde que ha desaparecido, el mundo es un lugar mucho más pequeño, ruin y oscuro.
Siempre he pensado que nadie comprende mejor a Superman que Batman, porque en cierto modo representa todo lo que le gustaría ser pero su oscuridad interior no le permite.
Quién sabe.
Como sea, y hablando de momentos favoritos, me gustaría terminar esta entrada con dos.
El primero es la última página de la miniserie El hombre de acero, donde John Byrne redefinió los orígenes del personaje a mediados de los años ochenta. Superman (que en esta versión desarrolla poco a poco sus poderes en la adolescencia y que piensa en sí mismo como Clark, nunca como Kal) acaba de descubrir su herencia kriptoniana y se dice lo siguiente:
Siempre guardaré como algo precioso los recuerdos que me dieron Lara y Jor-el, pero no son más que reminiscencias de lo que pudo haber sido. Krypton me concibió, pero es la Tierra la que me hizo ser lo que soy, lo verdaderamente importante. Fue Krypton lo que me convirtió en Superman. ¡Pero es la Tierra lo que me hace humano!

El otro viene de manos de George Pérez, ya en la era post-Byrne, en la Saga del Exilio. En cierto momento a Superman lo obligan a participar en un combate de gladiadores. Vence a su oponente, pero Mongul, el déspota que organiza los juegos le dice que debe matarlo o morir, que la lucha es a muerte.
En ese momento, Clark se encara con Mongul sin importarle lo que pueda pasar y grita:
¡Mi nombre, tirano, es Superman! ¡Y no mataré!
Es un Superman más maduro. En cierto modo, algo desengañado. Se ha visto obligado a exiliarse de la Tierra porque comprende que su presencia es un peligro para aquellos que ama. Pese a todo por lo que ha pasado durante su exilio, pese a que sus poderes estén casi agotados y no espera volver jamás a la Tierra, ni ver a sus amigos o a la mujer que ama, se niega a rendirse y a hincar la rodilla en Tierra. Mongul puede tener, como mucho, el cuerpo inerte de Clark a sus pies, pero nunca tendrá su obediencia.

Por ir resumiendo toda esta chapa que os acabo de dar: sí, estoy enamorado del personaje, del icono y de todo lo que para mí representa. Y ya sabéis cómo funciona esto del amor: o se pilla o no se pilla. Si a estas alturas, lo habéis pillado, estupendo; si no es así, qué le vamos a hacer.
Up, up and away!
POSTDATA GRÁFICA

En alguna otra parte de la biblioteca están los tebeos de Supergirl (algunos de la Edad de Plata y la etapa completa de Peter David) y alguna cosilla de Superboy.