La fantasía y yo tenemos una relación extraña. Ella insiste en cortejarme y yo me dejo hacer, porque mola y es vistosa y está llena de misterios y de cosas imposibles. Pero en el fondo la estoy engañando, porque lo que me gusta de verdad es la ciencia ficción, y se ponga como se ponga la fantasía, antes o después acabo volviendo a la cifi.
De hecho, a menudo hago cifi incluso cuando estoy escribiendo fantasía.
Espera, espera, ¿no se supone que os iba a hablar de cómo creaba los distintos escenarios de mis novelas? ¿A qué viene este culebrón sentimental?
A nada. Bueno, sí, a algo. Al fin y al cabo estoy a punto de explicar cómo fue naciendo el segundo universo ficticio que creé y que estaba dedicado a la fantasía y no a la ciencia ficción. A un tipo muy concreto de fantasía, que entonces yo llamaba, así como muy pedante, «fantasía urbana contemporánea». También podría haberla calificado de «thriller sobrenatural» o incluso «fantasía oscura». Vamos, esas cosas que hacen gente como Clive Barker, Neil Gaiman, Peter Straub, Joe Hill y, según le dé esa semana, Stephen King.
Eh, que Barker, Straub, Hill y King hacen terror…. y si me apuras, Gaiman más o menos también.
Bueno, no. O sea, sé que todo el mundo lo piensa, lo cree y está convencido de ello.
Yo no.
Para mí todos ellos son autores de fantasía (de más cosas, cierto). Entre otras cosas porque, por mucho que lo intento, no consigo ver el terror como un género en sí mismo. Estoy seguro de que la carencia es mía, no del género, pero ya que nos estamos asomando a mi mente, me temo que vais a tener que seguirme por este camino un ratito. Bueno, o dejar de leer, como prefiráis.
Suelo ordenar mi biblioteca por géneros. Está el policiaco, el histórico, la novela de aventuras, el ensayo, la ciencia ficción y la fantasía. No encontraréis una sección de terror por ninguna parte. Y todos esos autores que he mencionado están en la sección de fantasía. ¿Que sus libros asustan un montón? Vale, puede, pero para mí el elemento primordial que los define no es si meten miedo o no, sino si en ellos hay o no elementos sobrenaturales.
Los hay, ergo es fantasía.
Que además sea una fantasía que hace que te hagas caquita en los pantalones para mí es irrelevante. Entiendo que para vosotros no. Y, por supuesto, respeto vuestro derecho a estar profundamente equivocados. Soy así de magnánimo.
(En cuanto a Lovecraft, por mencionar un clásico del terror, depende. Sus primeros cuentos son fantasía pura y dura. Los últimos, sin el menor asomo de duda, ciencia ficción.)
En todo caso, ese es el tipo de fantasía que suelo hacer. Ambientada aquí y ahora, normalmente en un entorno urbano y con ocasionales toques oscuros, aunque casi siempre sostenidos narrativamente por la estructura de un thriller o un policiaco. Y, ya que hablaba hace un rato de que antes o después termino volviendo a la ciencia ficción, es una fantasía que en cierto modo hace trampa. No es cifi camuflada, no exactamente, pero el punto de vista que uso para analizar lo imposible y lo sobrenatural suele ser tan racionalista y materialista que al final no estoy seguro de que sea realmente fantasía.
Hace poco le comentaba a un amigo la ironía de que ahora, con El hueco al final del mundo, esté escribiendo ciencia ficción como si fuera fantasía cuando me he pasado varios años escribiendo fantasía como si fuera ciencia ficción.
He escrito cuatro novelas de ese género: El abismo en el espejo, Este incómodo ropaje (a la que también podríamos llamar La novela anteriormente conocida como «Los sicarios del cielo»), Fieramente humano y Las astillas de Yavé, además de poco más de media docena de relatos de diversa extensión.
Todo ese material, además del género comparte otra cosa: se desarrolla en la misma ciudad. De hecho, se desarrolla en
LA CIUDAD
Cuando escribí lo que luego sería El abismo en el espejo (y que en su primera edición se llamó El abismo te devuelve la mirada) no tenía la menor intención de convertirla en la primera de una serie. Y, en cierto modo, no lo fue.
Cada novela de la Ciudad es independiente. No es necesario leerlas en ningún orden concreto para comprenderlas y, espero, disfrutarlas. Aunque es verdad que ciertos detalles menores de ambientación se aprecian mejor si se leen en orden. Son historias diferentes, con protagonistas diferentes. Simplemente, pasan en el mismo sitio con unos pocos años de diferencia.
Pero cuando empecé El abismo te devuelve la mirada ni siquiera tenía pensado eso. En aquellos momentos necesitaba simplemente exorcizar una parte de mi pasado reciente, así que la novela fue en cierto modo un proceso de catarsis. No era autobiográfica, pero mi vida estaba en ella. Nada de lo que contaba (salvo un par de detalles menores) había sucedido en el mundo real, pero todo lo narrado en ella era cierto de un modo muy íntimo y personal. Y eso es cuanto pienso decir al respecto.
Sin pensarlo demasiado, ambienté la novela en la ciudad que mejor conocía, Gijón, en la que he vivido los últimos cuarenta y cuatro años de mi vida, desde que tenía diez. Y en ese escenario inserté un extraño psico-thriller que acabó teniendo una derivación fantástica en la que había involucrado, cómo no, un espejo.
La novela se publicó en 1999, ganó un Ignotus en el año 2000 y conoció un cierto revival en 2008, cuando otro editor se ofreció a publicarla.
Fue en ese momento cuando nació de verdad el escenario de la Ciudad.
Pero retrocedamos un poco.
Allá por 1997 empecé a escribir Este incómodo ropaje, de nuevo una novela de ambientación urbana y contemporánea con elementos fantásticos. De nuevo, por pura comodidad, la ambienté en la ciudad que conocía, sin darle nombre, como tampoco se lo había dado en El abismo te devuelve la mirada.
Una decisión que mantendría en todo momento. La ciudad sería simplemente la Ciudad. Es, sin la menor duda, una versión «mágica» de Gijón, pero nunca se dice su nombre, aunque cualquiera que haya estado en la ciudad asturiana la reconocerá. Espero.
En todo caso, mientras escribía Este incómodo ropaje (que acabaría siendo publicado como Los sicarios del cielo y que años después, en Sportula, recuperaría su título original tras ciertas revisiones) no tenía la menor intención de que compartiese escenario con El abismo te devuelve la mirada. Usé Gijón como fondo en ambos casos simplemente porque me resultaba cómodo, sin darle más vueltas al asunto.
Iba por la mitad de la novela, poco más o menos, cuando la abandoné. Yo no lo sabía, pero aquel año comenzó lo más parecido que jamás he tenido a un bloqueo de escritor. Entre 1997 y 2004 no conseguí terminar ninguna novela.
Empecé unas cuantas, pero todas se desbarataron a mitad de camino. Hasta intenté escribir alguna novela estrictamente realista, con resultados descorazonadores. Está claro que mi mente no funciona así y nunca lograré que funcione de ese modo. No me quejo.
No dejé del todo de escribir. Algún que otro relato salió de mis dedos. Y trabajé en diversos artículos, ya fuera sobre cómic, sobre cine o sobre literatura. De hecho, en aquel periodo me centré sobre todo en escribir artículos. La mayoría de ellos acabé incluyéndolos en un librito titulado Ferozmente subjetivo, pero esa es otra historia.
La recuperación empezó poco a poco. Seguramente allá por 2002. Por un lado, tenía una oferta de un editor (que luego acabaría en nada, siempre he creído que por suerte; mirándolo ahora no me habría gustado publicar con ellos) para crear un libro que fuera un fix-up de La sonrisa del gato, Los celos de Dios y Un jinete solitario, mis tres historias de Drímar que más relación argumental guardaban entre sí. Decidí escribir una historia-puente que las englobara y les diera más sentido narrativo. El resultado fue Bifrost que acabaría publicando yo mismo en Sportula allá por 2014.
Pero había algo más. Luis G. Prado estaba interesado en reeditar mi novela holmesiana La sabiduría de los muertos. Decidí revisarla y, mientras trabajaba en ella, sentí el deseo de seguir escribiendo sobre el detective de Baker Street. Pero trataré eso con más detalle en otra entrega.
Y para rematar, decidí convertir una novela corta que había presentado, sin mucha fortuna, al Premio UPC en una novela completa. Hablo de El sueño del rey rojo, que Gigamesh editaría en 2004.
Fue precisamente esta última actividad la que terminó de forma definitiva con el bloqueo. A partir de entonces no he vuelto a tener más problemas. Algunas novelas se han resistido más que otras, es cierto (y hubo momentos en los que parecía que La sombra del adepto estaba condenada a no llegar a buen puerto, pero no fue más que un amago, por suerte), pero de un modo u otro, desde 2004 he seguido escribiendo de forma ininterrumpida y sin grandes tropezones por el camino.
Allá por 2004 volví sobre mi novela de 1997. La retomé con ganas y la terminé. La presenté en 2005 al Premio Minotauro y lo demás es historia (sí, con minúscula, tampoco nos pasemos).
Así que volvamos a 2008. Estoy revisando El abismo te devuelve la mirada para el nuevo editor. Alargo la novela casi un tercio, así que decido cambiarle el título y llamarla El abismo en el espejo, para que los lectores no piensen que se trata de una simple reedición. Y en las partes que añado, llevado por un impulso del momento, decido introducir como personajes secundarios a Paula, la policía protagonista de Los sicarios del cielo, y a su compañero, Rodríguez.
Ahí nace de verdad la Ciudad. En el momento en que dos personajes importantes de una novela se pasean como secundarios por otra. Son historias independientes que nada tienen que ver. Pero, coño, pasan en el mismo sitio y con pocos años de diferencia, así que por qué no.
Cuando algunos años más tarde me puse a escribir Fieramente humano, lo que había sido un impulso momentáneo se convirtió en algo consciente y deliberado. Paula, de hecho, acabaría apareciendo en las cuatro novelas de la Ciudad y su historia personal se iría desarrollándose en todas ellas, aunque con distintos niveles de detalle. Y el personaje japonés llamado Taira que aparecía en Fieramente humano se convertiría un pariente del Taira que entrena a Uve en Las astillas de Yavé.
En Fieramente humano, además, tomé la decisión de recuperar una novela que había escrito veinte años atrás titulada Donde yacen las sombras, originalmente ambientada en Drímar, aunque no terminaba de encajar del todo en el escenario. También recuperé un personaje aparecido en una novelita corta que publiqué en 1995 llamada Las brujas y el sobrino del cazador. Se trataba del doctor Jason Corrigan, mago. Al pasar a Fieramente humano se transformó en el doctor Jasón Zanzaborna, aunque no cambió de profesión. Escribir esa novela fue una experiencia extraña, porque por una parte estaba creando una continuación de aquella Donde yacen las sombras y, al mismo tiempo, en varios largos flashbacks, estaba incorporándola a Fieramente humano.
Decidí también que iba a ser una historia en la que se involucrase en mayor o menor medida toda la ciudad. Así que repasé mis relatos puramente fantásticos, escritos en diversos momentos y sin la menor intención de que fueran coherentes unos con otros. Y me di cuenta de que la mayoría de ellos podrían perfectamente desarrollarse en la Ciudad. Así que tome varios de los personajes de esos relatos (la mujer lobo, el telépata, el hombre que juega al póquer con cartas de Tarot) y los hice desfilar por la novela.
En Las astillas de Yavé seguí en esa línea: Paula hacía de nuevo su aparición y se hacía alguna que otra referencia a otros personajes y otros acontecimientos.
Debería haberme dado cuenta en ese momento, incluso antes, de lo que estaba intentando con la Ciudad. En realidad lo he comprendido ahora, de repente, mientras escribía estas líneas y repasaba la forma en que fue naciendo.
La Ciudad es mi Macondo. No es realismo mágico, sino fantasía, directamente. Pero el modo en que unas novelas se relacionan con otras, compartiendo pequeñas apariciones en algunas de lo que son personajes importantes en otras, está tomado sin la menor duda de la obra de García Márquez.
No es extraño. Siempre me fascinó el modo en que el autor colombiano creaba un universo en el que cada novela iba a su bola y al mismo tiempo todas estaban relacionadas en detalles minúsculos. No es extraño que antes o después intentase crear algo parecido.
Lo que tiene narices es que me haya dado cuenta justo ahora.
Debería esta acostumbrado a estas jugarretas de mis subconscientes. Al fin y al cabo no me di cuenta hasta un tiempo después de que una de las secuencias clave de mi novela La sonrisa del gato transcurría en un lugar que estaba tomado, tal cual, de El Imperio contraataca. O que, en la misma novela, estaba inspirándome en la estructura narrativa de El jinete en la onda del shock. En ambos casos fueron lectores quienes me hicieron ver eso (y tendríais que haber visto la cara que se me quedó al darme cuenta), así que a lo mejor debería alegrarme de que a esta conclusión haya podido llegar por mí mismo, aunque haya sido con varios años de retraso.
De todos mis escenarios, la Ciudad fue el más sencillo de construir. O quizá todo lo contrario, según se mire, porque fue creándose poco a poco, desde los fallidos intentos de la adolescencia, pasando por los primeros relatos que eran fantasía contemporánea y no ciencia ficción, a esas dos primeras novelas. Un periodo de tiempo bastante dilatado. Y solo al final del proceso lo encaré de un modo consciente, sabiendo que todo pasaba en el mismo lugar, en el mismo universo ficticio.
Milagrosamente, las cosas encajaron.
O quizá no fue tan milagroso. Al fin y al cabo, la decisión inicial, usar como telón de fondo la ciudad en la que vivía y que conocía bien, fue lo que marcó todo lo demás. Supongo que a partir de ahí todo fue más o menos inevitable.
Me pregunto si fue también inevitable que el siguiente escenario, el que tenía a Sherlock Holmes como foco y fulcro, acabara convirtiéndose en una revisitación de mi infancia.
Lo sabremos en la próxima entrega, supongo.
Que la Divina Incertidumbre que rige el mundo os sea propicia. ¡Iljá Alyajin!