LA COSA ESA DEL WORLDBUILDING (III)

He sido holmesiano casi toda mi vida. Tendría unos nueve años cuando Televisión Española emitió en 1974 la serie de la BBC protagonizada por Peter Cushing que adaptaba algunos de los más famosos relatos del excéntrico detective y que había sido realizada en 1968. Estoy casi seguro de que ese fue mi primer contacto con el personaje y que solo después me acerqué al original literario, pero la memoria bien podría estar jugándome una mala pasada.

Esa misma memoria me dice que el primer libro de Sherlock Holmes que leí, algunos meses después, no fue Estudio en Escarlata o El signo de los cuatro, sino His Last Bow (traducido en esa época como Su último saludo en el escenario y más conocido ahora como Su última reverencia), que incluía, precisamente en el relato que daba título al libro, lo que era la última aventura del detective, en los albores de la Primera Guerra Mundial.

Sean estos recuerdos ciertos o no, el personaje me fascinó desde la primera vez que asistí a una de sus aventuras, ya fuera leída o vista. Decía Raymond Chandler que, en realidad, Sherlock Holmes no era más que «una cierta actitud y media docena de líneas de diálogo magníficas». Aunque disto mucho de estar de acuerdo con una simplificación tan grosera, no es del todo inexacta. Vistos hoy en día, la mayoría de los casos holmesianos resultan casi transparentes como casos policiacos y si acaban funcionando es más que nada por los personajes y el análisis de una cierta época y una clase social.

¿Por qué me fascina? Por un cúmulo de factores difíciles de desentrañar, pero sin duda uno de ellos es su racionalismo, el modo en su mente consigue que el más abstruso de los misterios acabe teniendo sentido. Si la visión humanista, materialista, racional y escéptica que Isaac Asimov tenía del mundo influyó en mí de forma considerable y contribuyó mucho a desarrollar mi propia personalidad, es innegable que Sherlock Holmes también echó una manita.

Cuando era adolescente me dio por escribir unos cuantos relatos protagonizados por un descendiente de Holmes que vivía en la España de mediados del siglo XXI… que allá por 1980 me parecía un futuro muy remoto. No recuerdo casi nada de ellos, aparte del hecho de que había uno (me parece que el primero) que se ambientaba en un Valle de los Caídos donde las estatuas que jalonan una de las cruces se habían sustituido por robots gigantes, detalle que mi Holmes descubría al darse cuenta de que faltaba el nido de golondrinas que una de las estatuas debería haber tenido en la oreja.

¡Toma deducción!

Otro de los cuentos «fusilaba» sin el menor rubor el argumento de «El problema del puente de Thor» (donde una mujer despechada hace pasar su suicidio por asesinato para vengarse de la amante de su marido). Lo gracioso es que por aquel entonces aún no había leído ese relato holmesiano y tomé la idea de un cómic de Fantomas, me parece recordar, que la usaba. Muchos años después, cuando supe que el propio Arthur Conan Doyle había tomado la idea de un caso relatado en un libro alemán de criminalística, me sentí un poco menos culpable por el plagio.

Ese material se ha perdido. Aunque nada se ha perdido con su pérdida, si me permitís el juego de palabras barato. Bueno, y aunque no me lo permitáis. Su único interés es que quizá se trate del primero de mis intentos literarios que era claramente mestizo. En esos relatos probaba, con muy poca fortuna, no me cabe la menor duda, a conjugar dos de mis géneros favoritos: el policiaco y la ciencia ficción.

Una manía, que por cierto, ha ido convirtiéndose en una de mis principales marcas de fábrica. No creo que en este caso el culpable fuera Holmes, sino Asimov, cuyas novelas, sean o no de ciencia ficción, acaban siendo siempre historias de misterio.

Con el correr del tiempo intenté acercarme de nuevo a la figura del detective. Ya no mediante el subterfugio de un descendiente, sino utilizando al propio Sherlock Holmes. A los dieciocho, más o menos, escribí un relato que se titulaba «La aventura del asesino fingido». De nuevo era una obra mestiza, porque en lugar de escribir un cuento holmesiano, lo que narré fue que un amigo me había enviado un antiguo folleto con una historia del doctor Watson que nadie conocía. Historia que resumía y analizaba a lo largo del relato, llegando a ciertas «sorprendentes» conclusiones que ya ni recuerdo.

Vamos, estaba mezclando el Borges de «El acercamiento a Almotásim» con Sherlock Holmes. Bueno, intentándolo, en realidad.

Varios años después volví sobre esa idea, pero en ese  momento decidí escribir la historia con la voz del doctor Watson. Y decidí también que Sherlock Holmes iba a estar fuera de escena la mayor parte del relato, aunque las alusiones a él serían constantes.

Ese nuevo intento me satisfizo más que los anteriores. Fue lo bastante bueno, de hecho, para sobrevivir todos estos años y acabar siendo publicado.

Luego, allá por 1993, justo después de la relectura de todo el canon Holmesiano, mientras pensaba en los famosos tres casos que Watson afirmaba que habían quedado por resolver (James Phillimore y su paraguas, Isadora Persano y el gusano desconocido para la ciencia y el balandro Alicia y el banco de niebla en primavera) me pasó por la cabeza la idea de intentar escribir una novela holmesiana que los solucionara.

No era la primera vez que me daba por algo así, pero normalmente la cosa quedaba en nada.

Esta vez fue distinto. No sé muy bien por qué.

Justo antes de ponerme a escribir se me ocurrió que, ya que había involucrado «un gusano desconocido para la ciencia» en el asunto, el caso que Holmes investigase bien podía estar relacionado con las ficciones lovecraftianas. Pocos minutos después tenía esbozada una trama casi completa que incluía el robo del Necronomicón por un pariente de Lovecraft y la posterior persecución del ladrón por parte de Holmes por las calles de Londres.

Tardé una semana de trabajo febril en terminar la novela. Soy un escritor rápido y no era muy larga, poco más de cuarenta y ocho mil palabras, pero fue la novela que menos tiempo me llevó escribir… con la posible excepción de Sondela, doce años después.

Por consejo de mi amigo José Luis Rendueles la presenté al Premio Café Gijón de 1994. Para mi sorpresa, descubrí meses después que era uno de los finalistas. Para mi frustración aquel año el premio fue declarado desierto. La razón oficial era que ninguno de los finalistas tenía la calidad suficiente para ganarlo.

Me tocó los cojones y me sonó a excusa. Así de claro y directo.

En el momento en que declaras finalistas estás declarando potenciales ganadores, estás afirmando implícitamente que cualquiera de ellos tiene calidad para ganar. A partir de ahí, se trata simplemente de decidir cuál destaca por encima de los demás. Así que cuando descubrí la verdadera razón (la entidad que dotaba económicamente el premio, por el motivo que fuese, no quiso —o pudo— hacerlo aquel año) me sentí un poco más tranquilo, aunque quizá no menos cabreado.

En 1995 probé suerte con un nuevo certamen literario, concretamente el Asturias de Novela, que convocaba la Fundación Dolores Medio. A finales de ese año me llamaron por teléfono y me dijeron que había ganado y me convocaron al día siguiente en Oviedo para la correspondiente rueda de prensa.

Aquello contribuyó bastante a mitigar mi cabreo, sin duda. En setiembre de ese mismo año había publicado mi primera novela, La sonrisa del gato, y pocos meses después ganaba un certamen literario que quizá no fuese de los más conocidos, pero no estaba nada mal. Incluía, además de la publicación de la novela, una nada desdeñable cantidad de dinero.

Así se publicó en 1996 La sabiduría de los muertos. Mi novela holmesiana, como pensaba entonces en ella. No tenía idea de que, casi diez años después, se convertiría tan solo en mi primera novela holmesiana y que lo que había sido un simple capricho (y un fanfic en toda regla, seamos sinceros) acabaría desembocando en la creación de un nuevo universo ficticio; uno en el que, en cierto modo, reconstruiría mi infancia.

Así que tras esta descomunal introducción repasemos por fin el escenario que fui creando en mis cuatro novelas de Sherlock Holmes y que, aunque no tiene nombre, podemos darle uno que le vamos a robar a Fernando Savater y llamarlo

LA INFANCIA RECUPERADA

Todo empezó en 2003 o 2004, cuando revisaba La sabiduría de los muertos para la reedición que estaba preparando Bibliópolis. Quería aprovechar aquella oportunidad para pulir algunos detalles que no me acaban de convencer en la versión original. Hice aparecer a Aleister Crowley, por ejemplo, y a algunos de los principales líderes de entonces de la Golden Dawn. También cambié el tío ficticio de H. P. Lovecraft que había inventado como ladrón del Necronomicón por un personaje real, Winfield Scott Lovecraft, el padre del escritor. Y, en general, pulí un poco los detalles de ambientación para que las cosas encajaran mejor. Intenté tocar el texto lo menos posible: era muy consciente de que había conseguido la que sin duda era mi novela más amena y había sabido dotarla de un ritmo casi perfecto. Tenía miedo de estropear eso, así que los cambios, como he dicho, fueron tan pequeños como pude.

Por aquella época mi amigo Rafael Marín había escrito Elemental, querido Chaplin, donde el cómico y el detective unían sus fuerzas para desentrañar un misterio, y se nos ocurrió a ambos que tal vez sería buena idea hacer que nuestras dos novelas holmesianas fuesen compatibles argumentalmente y que hubiese cierta relación entre ellas. Rafa insertó en la suya una escena en la que Wiggins, el sucio tenientillo de los Irregulares de Baker Street, quedaba marcado por un enigmático mandarín con dos cicatrices en la mejilla. En esta nueva versión de La sabiduría de los muertos se mencionaba el acontecimiento y se lidiaba en parte con las consecuencias de este.

Leer la novela de Rafa y revisar la propia despertó en mí el deseo de escribir una nueva aventura de Sherlock Holmes. No tenía ni idea de cuál, pero sentía que aún podía contar cosas interesantes sobre el personaje y que aún podía llevarlo a lugares que mereciera la pena visitar. Lo comenté con Luis G. Prado, editor de Bibliópolis, y se mostró receptivo a la posibilidad de publicar una continuación de La sabiduría de los muertos.

Hay que decir, por otro lado, que Luis siempre fue uno de los mayores defensores, casi diría que fans, de esa novela. De hecho, debo a sus buenos oficios que la acabase siendo publicada en Portugal, Turquía, Polonia y Francia, lo que no está nada mal.

Por esos azares de la vida en aquella época estaba leyendo, por puro placer personal, varios textos históricos sobre la Guerra Civil Española y la posterior dictadura Franquista. Sobre todo, el libro de Hugh Thomas sobre la contienda y la biografía de Franco escrita por Paul Preston.

Fue en ese último libro donde descubrí que un tal Lord Phillimore había sido enviado de forma oficiosa por el gobierno británico a la corte franquista allá por 1938. La coincidencia de apellido con el James Phillimore que volvió a casa a por un paraguas y se desvaneció de la faz de la tierra enseguida atrapó mi imaginación y, casi antes de darme cuenta, tenía el arranque de una novela con Sherlock Holmes en la Guerra Civil Española en pos nuevamente del Necronomicón.

Fue con esta novela, Las huellas del poeta, donde realmente nació el nuevo universo. Y lo hizo de un modo puramente casual, con la introducción de un personaje que estaba previsto que hiciera un breve cameo y un rapidísimo mutis por el foro pero que decidió quedarse durante toda la novela.

Decidí trufar Las huellas del poeta de «apariciones invitadas» de personajes de la época, ya fueran históricos o de ficción. Así, el fotógrafo Robert Capa asoma brevemente por sus páginas, igual que también cierto Rick Blaine que quizá algunos recuerden como propietario, años más tarde, de un café americano en Casablanca.

En cierto momento Sherlock Holmes asiste a una conferencia en una universidad y conoce al periodista que está cubriendo el evento para cierto gran periódico metropolitano. Se trata de un gigante de mirada azul e inocente y gafas de pasta que responde al nombre de Kent.

Por qué no. Al fin y al cabo, el número 1 de Action Comics había sido publicado en abril de 1938.

Como dije, el tal Kent tendría que haber asomado brevemente y haberse ido enseguida.

El muy mamón decidió quedarse. Lo decidió por su cuenta, en serio. Yo no tuve nada que ver.

Mentira.

De hecho fue una decisión totalmente consciente y deliberada que estuve sopesando durante casi cinco segundos, por lo menos.

Recuerdo perfectamente el momento. Como también lo recuerda Marisa Cuesta, con la que entonces estaba casado, y que, mientras veía la televisión a su bola en la habitación de al lado, me oyó de pronto exclamar, totalmente entusiasmado, «¡Sí, lo voy a hacer!».

Era consciente de los riesgos que corría. Sabía que los lectores que habían disfrutado de la primera novela por su sabor canónico quizá no fuesen capaces de seguirme hacia el lugar que los estaba llevando en la segunda.

Pero era lo que me pedía el cuerpo. Era lo que me estaba reclamando la propia novela.

Así que Kent llegó para quedarse.

Como digo, fui consciente de los riesgos que suponía su presencia. Pero no me di cuenta de las implicaciones que tendría para el escenario. Porque al abrir la puerta a ese personaje de reminiscencias superheroicas, se la abrí a mucho más.

Entonces no sabía exactamente de a qué.

Cuando, allá por 2008 publiqué El heredero de Nadie, cuarta y última novela de la serie, esta se había convertido en un repaso, reconstrucción e integración de algunos de los cosmos de ficción favoritos de mi infancia.

Comprendí eso cuando estaba terminando la tercera novela, La boca del infierno. Recordé el modo en que, cuando era niño, pensaba con toda naturalidad que personajes como Tarzán, Superman o el Capitán Nemo en realidad habitaban el mismo universo. En momentos distintos, quizá, lo que hacía difícil que se encontrasen, pero no imposible. De hecho, cuando supe de la existencia de un cómic que reunía a Superman y Spiderman ni siquiera me sorprendió. El hecho de que pertenecieran a diferentes editoriales me resultaba irrelevante.

Eso fue lo que acabé haciendo en mis cuatro novelas de Sherlock Holmes, reconstruir esa sensación de mi infancia, crear un escenario en el que los personajes de La isla misteriosa de Verne pudieran convivir con las creaciones de Conan Doyle, y con el Necronomicón de  Lovecraft, y con superhéroes y vigilantes enmascarados, y con el Humphrey Bogart de Casablanca (y un poco también el de El sueño eterno, en ciertos tics gestuales), y con Fu-Manchú, y con los pistoleros que John Wayne y Robert Mitchum interpretan en Eldorado de Howard Hawks, y con Albert Einstein, y con el profesor Challenger, y con el George Smiley y el Karla de John le Carré, y…

No fue planeado. Una vez decidí convertir a Kent en un personaje importante de mi escenario holmesiano, el resto fue apareciendo por sí mismo, casi sin avisar. En cierto modo, el tipo de historia que estaba escribiendo un momento dado me indicaba los personajes que debía incorporar.

Es posiblemente lo más divertido que he hecho como escritor. No sé si se nota en los resultados, pero me lo pasé de miedo en cada novela, disfrutando sin límites y con la sensación, sobre todo a partir de la segunda, de que estaba en una montaña rusa sin final y que podía descarrilar en cualquier momento y darme el hostiazo de mi vida. Y, sobre todo, con la idea de que, aunque eso pasara, merecería la pena.

Y así fue, lo mereció, sin la menor duda. Espero que también haya sido así para los lectores.

Algunos fueron capaces de seguirme durante las cuatro novelas, y les doy las gracias por ello; otros no pudieron ir más allá tras la primera, y solo me queda decirles que lo lamento y les comprendo, pero era algo que, simplemente, tenía que hacer. Debía llevar mi Sherlock por nuevos caminos, no importa lo extraños que resultasen ser.

Veo que, una vez más, he descrito la creación de uno de mis cosmos narrativos como algo fruto del azar y la improvisación. Sospecho que a lo mejor existe una pauta en todo esto. No sé. Quizá.

Ya lo veremos cuando hablemos del siguiente escenario, ese Érvinder en el que corre sus aventuras un tal Yáxtor Brandan, adepto empírico al servicio de la Reina de Alboné.

Que la Divina Incertidumbre que rige el mundo os sea propicia. ¡Iljá Alyajin!

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