Hace poco, hablando en las RRSS con Laura Morán Iglesias y tras ver los métodos tan distintos que ambos teníamos a la hora de enfocar el trabajo de escribir, le comenté que quizá no sería mala idea escribir un pequeño post detallando el método que utilizo.
Lo de «pequeño» fue, evidentemente, un ejercicio de optimismo desenfrenado. De hecho, el post me ha quedado tan largo que, al final, he decidido dividirlo en cuatro. Vamos con este primero, a ver cómo se da la cosa.
Confieso que no tengo muy claro que esto vaya a ser de interés, o mucho menos de ayuda, para nadie. En el fondo no es más que un ejercicio personal de categorización. Siempre se me ha dado mejor tener un discurso coherente, estructurado y bien organizado por escrito que de palabra, así que en el fondo al escribir esto estoy ayudándome a ver en detalle y de forma explícita cómo funciona mi proceso creativo.
En lugar de hablar en abstracto, de cómo iría creando una novela hipotética, me ha parecido más útil poner un ejemplo práctico, en este caso, mi novela El adepto de la Reina, escrita en 2008, publicada un año más tarde (Sportula iniciaría con ella su andadura editorial) y que dio comienzo a lo que a la postre fue una saga de cuatro novelas.
Lo que diga respecto a El adepto de la Reina puede aplicarse, con pequeñas variaciones motivadas por la propia historia que cuento o por mi estado de ánimo personal en cada momento concreto, a casi toda mi obra. Hay excepciones, por supuesto. En algún caso (hace muchos años, y el resultado fue bastante insatisfactorio) he planificado bastante más en detalle de lo que voy a describir a continuación. En algún otro (hace algo menos y el resultado fue… curioso) escribí dejándome llevar sin preocuparme de si habría o no un final. Pero de eso hablaré más en detalle a lo largo de esta serie de post. En todo caso, y eso es bueno saberlo antes de empezar ninguna explicación, soy siempre un escritor de brújula, no de mapa.
Y ahora, vamos allá.
Empiezo siempre con un chispazo inicial. Puede ser algo mínimo, minúsculo. Este caso fue lo siguiente: Me apetecía escribir una novela de James Bond ambientada en un escenario de fantasía.
Tengo esos «chispazos» a menudo. A veces, varios en un día. La mayoría, simplemente, mueren. Pasado el primer momento de entusiasmo, la idea se va desinflando hasta desaparecer.
Unos pocos quedan rondando por mi cabeza, sin morir nunca del todo, pero sin llegar a materializarse jamás. El ejemplo perfecto de esto podría ser mi novela de los Beatles, El latido de Mersey, que estoy seguro de que nunca escribiré y, al mismo tiempo, sé que jamás dejaré de pensar en ella.
Otros duran lo suficiente para que, llevado por el impulso del momento, me ponga a escribir unas pocas páginas, antes de darme cuenta de que no tengo ni puñetera idea de qué hacer con la premisa. Y ahí se quedan, despojos arrastrados por la marea a ignotos sectores de alguno de mis discos duros.
Pero no siempre. A veces, pasado ese momento de entusiasmo inicial, y escritas esas pocas páginas, la premisa empieza a crecer, a ramificarse, a tomar forma. Ya no es simplemente un chispazo inicial, informe e indefinido, sino que empieza a parecer una auténtica idea y va cobrando nitidez poco a poco.
Volvamos a El adepto de la Reina.
James Bond en un escenario de fantasía, he dicho.
¿Cómo arrancan las pelis de James Bond? Con una secuencia pre-créditos que es pura acción y que sirve para ver lo tope-chachi-guay que es el esforzado héroe; a veces, guarda cierta relación con la trama de la película, otras no.
Pues venga, aquí tenemos a mi James Bond que, por aquello de seguir con la tradición de ciertas historias de espías donde los protas siempre tienen como iniciales JB (Jason Bourne o Jack Bauer, además del propio 007), decido llamar Brandan, Yáxtor Brandan. Que, vale, es YB y no JB, pero se le acerca lo suficiente.
Y lo tenemos, lógicamente, al servicio de la Reina, infiltrado en un país extranjero y, por qué no, cargándose una flota de guerra él solito para después volver a la casa que ha alquilado, enrollarse con moza maciza y, sin solución de continuidad, machacar al sicario que quiere estropearle el polvo. Bueno, y que también quiere cargárselo, claro.
Esa escena se convirtió en el prólogo de la novela. La escribí de un tirón, dejándome llevar y sin pararme a pensar gran cosa.
Una vez presentado el personaje y mostradas algunas pinceladas del escenario (que voy improvisando sobre la marcha, tanto los nombres como el aspecto) tiene que llegar la amenaza.
Pues lógicamente tendrá que haber una temible organización criminal secreta (a la que voy a llamar los Espectros, para qué fingir que esto no va de lo que va) que amenaza con destruir el mundo tal como se lo conoce. Los mejores agentes al servicio de la Reina se ponen a investigar esa amenaza.
¿Los mejores? No, porque Yáxtor acaba de volver de una misión de campo y tiene que pasarse varios meses haciendo labores de escritorio, tal como marcan las normas. Pero, claro, el avispado lector enseguida se da cuenta de que Yáxtor se va a pasar las normas por el forro y va a intervenir en el asunto, quieran sus jefes o no. Y lo primero que hará será hablar con su buen amigo Fléiter, perteneciente a un servicio secreto aliado, para que le cuente lo que este sabe sobre el asunto.
Esto que acabo de describir son, más o menos, los tres primeros capítulos de la novela. Y, como el prólogo, los escribí sin darle mucho a la cabeza, usando un cliché narrativo que conocía bien y dejándome llevar por él. De hecho, la inspiración jamesbondiana de esos primeros capítulos es, tal vez, un pelín demasiado evidente.
Quizá alguna de las personas que están leyendo esto piensen que lo que he hecho hasta el momento no es más que un fanfic. Si es así, no van muy desencaminadas. Buena parte de mis novelas empiezan como un fanfic de algo que me gusta. Luego, van creciendo y evolucionando por sí mismas y haciéndose más personales, pero sí, en el fondo, muchas de ellas surgen de un puro impulso de fan. (Luego están las que son fanfics directos, como mis cuatro novelas holmesianas o mi novela de Conan, pero eso es otra historia.)
A medida que voy escribiendo esos capítulos y, cuando la narración lo pide, van apareciendo nuevos personajes y nuevos lugares. Los voy creando sobre la marcha, buscando simplemente personas o sitios que me parezcan adecuados para lo que estoy contando, que sean coherentes con la trama, que la ayuden a avanzar. No interiorizo gran cosa por qué elijo este personaje o el otro, ni por qué tiene ese carácter o ese aspecto o esa relación con mi protagonista. Simplemente, llevado por el impulso del momento, encuentro que tiene el carácter, el aspecto y la relación adecuados para que la escena que estoy escribiendo funcione.
Llega entonces el momento de detenerse. De lo que pasa cuando me detengo hablaremos en la próxima entrega.
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