Decía que todo empezó porque me apetecía escribir una novela de James Bond en un escenario de fantasía. He hablado de que, sin tener la menor idea de lo que la idea podía dar de sí, ni adónde podía llevarme, empecé a escribir un poco a lo loco, dejándome llevar por el impulso y simplemente disfrutando mientras las ideas iban acudiendo a mi mente y las iba incorporando a… no sé si llamarlo historia, porque en ese momento aún no tenía más que una par de premisas narrativas que quizá quedasen en nada.
Mientras escribía esos primeros capítulos fui tomando ciertas decisiones sobre el escenario. Sin pensar mucho en ellas, un poco sobre la marcha: Cómo se iban a llamar mis espías (adeptos empíricos, porque estaban al servicio de la reina y eran sus adeptos y porque solo creían en lo posible), qué nombre recibía la versión ficticia de Inglaterra que estaba creando (Alboné), cuáles eran las habilidades que tenían los agentes y de dónde surgían (eso ya lo veremos más adelante). No lo diseñé en detalle, pero lo fui teniendo claro a medida que escribía.
El caso es que en cierto momento, me detengo y contemplo lo que he hecho. En función de la novela y de lo que haya decidido respecto a la longitud media de los capítulos (una decisión que, curiosamente, tomo de forma instintiva en cuanto empiezo: sé de forma inmediata si van a ser capítulos cortos o largos), habré escrito más o menos antes de detenerme. En ese caso, no recuerdo cuántos fueron; no más de dos, probablemente.
Como sea, al detenerme, mirar a mi alrededor y examinar lo que he hecho, me doy cuenta de que necesito dos cosas.
Por un lado un entorno físico. Estoy creando un escenario totalmente ficticio, pero que al mismo tiempo quiero que tenga reminiscencias que suenen familiares. Necesito saber dónde está cada lugar, qué relaciones tienen unos países con otros, cómo es el paisaje.
Así que dibujo un mapa. Un vicio que tengo desde la adolescencia, heredado de Tolkien y de El señor de los anillos. Cuando creo un escenario que es totalmente ficticio necesito crear un mapa. Quizá no sea necesario para el lector (sé que hay personas que no solo no necesitan esas cosas, sino que abominan de ellas) pero yo como autor sí que lo necesito para saber dónde estoy.
Así que me pongo a ello. Suelo seguir siempre la misma técnica: dibujo a mano el contorno de las tierras, luego lo escaneo y, con un programa de tratamiento de imagen, voy añadiendo detalles.
En este caso me imaginé un continente con un mar interior bastante grande, un istmo que recorre ese mar y une ambas partes del continente y varios territorios por explorar al este de ese istmo. En el mar interior hay una gran isla a la que, como ya he dicho, decido llamar Alboné, y que será «mi Inglaterra».

De momento no necesito muchos detalles. Estos irán apareciendo a medida que los personajes se muevan y vayan llegando a nuevos sitios.
Pongo, allí donde me parece adecuado, más por estética que por necesidad narrativa, diferentes accidentes geográficos: ríos, montes, lagos, bosques…
Y estos últimos, sin saber muy bien por qué, los hago enormes. Creo dos o tres bosques de la extensión de una nación pequeña. ¿Por qué? En ese momento no lo sé, pero me parece buena idea.

Creado el mapa, o al menos un primer acercamiento a lo que será luego el mapa, necesito algo más. Si esto es un escenario de fantasía, tengo que saber cómo funciona, cuáles son las reglas. ¿Tenemos magia o tecnología? ¿O ambas? ¿O una cosa que no es ni la una ni la otra?
Recuerdo de pronto el concepto de la «magia de sangre», tal como la usa, por ejemplo, Tim Powers en su novela En costas extrañas: derramas parte de tu sangre a cambio de obtener una cierta cantidad de poder.
Es una idea que me gusta. ¿Puedo hacer algo similar? Por qué no. Pero no va a ser solo la sangre, sino en general cualquier fluido del cuerpo: la saliva, las mucosidades… En fin, os hacéis una idea, no hace falta que siga. De hecho, se me ocurre la idea de que, al beber los fluidos de otras personas, absorbes su «magia»… lo que, por cierto, le da al sexo oral una dimensión interesante.
En realidad no es que esos fluidos tengan propiedades mágicas, sino que viviendo en ellos hay unos organismos microscópicos (¿o tal vez son nanomáquinas?, esa ambigüedad acabará convirtiéndose en uno de los elementos principales de la saga) que son los que nos permiten tener acceso a determinadas energías o habilidades. Al derramar fluido corporal liberamos a esas criaturas y les podemos dar órdenes para que hagan algo por nosotros.
Vale. Me gusta. Los voy a llamar «mensajeros», ya que la gente los considera mensajeros de la voluntad de Dios (o de los dioses, dependiendo de la religión de cada uno). Y decido que la forma de ordenarles que hagan cosas es diciendo en voz alta unas «palabras impronunciables» que se conocen de forma instintiva. La idea de tener que pronunciar algo que se califica de impronunciable me hace gracia, por otro lado.
Vale. ¿De dónde surgen los mensajeros?
Recuerdo entonces esos bosques enormes que he creado. ¿Y si vienen de allí? ¿Y si es en el interior de esos bosques donde se generan para luego vagar por el mundo hasta ser asimilados por algún cuerpo humano que los incorpora a sus fluidos? Es más, ¿y si los frutos de esos lugares (a los que decido llamar bosqueoscuros) eclosionan, se convierten en unas criaturas multiformes sometidas a la voluntad humana que siguen exudando mensajeros toda su vida? Así nacen los carneútiles. Y así nace (aunque en ese momento lo desconozco) una de las más importantes subtramas y uno de los temas fundamentales, no de esta novela, sino de toda la saga.
Que, evidentemente, por aquel entonces no era ninguna saga. Pensaba escribir una novela, y ya. Pero, ya llegaremos a eso.
En todo caso, lo ocurrido con los bosqueoscuros y los carneútiles es una muestra de algo que me pasa cada vez que creo un mapa para un territorio ficticio: la geografía acaba afectando la narrativa. Elementos que incorporo en el mapa en fases muy tempranas del desarrollo simplemente porque me parece que quedan bien, acaban dándome ideas que incorporo a la novela.
Y antes de pasar a la siguiente entrega, me despido con la versión definitiva (hasta el momento, al menos) del mapa, en la que aparecen todas las masas de tierra habitadas de ese mundo, no solo el pequeño trozo que dibujé inicialmente. Veréis que el continente oriental, que es donde se desarrolla la acción de la primera novela, ha cambiado de forma. Por ejemplo, pierde el istmo que separa el este del oeste, aunque mantiene el mar interior con la gran isla. Esta versión surgió, curiosamente, una vez acabada la saga, cuando había terminado de escribir la cuarta novela y decidí volver sobre el mapa y darle un aspecto que me gustase más. Los cambios no han afectado gran cosa a lo narrado, ya que aunque se han cambiado elementos de sitio, están todos los que estaban originalmente y se ha procurado mantener la relación de distancia y orientación de los distintos lugares.
Ya que os he mostrado los dos primeros intentos (hubo muchas más versiones, porque la cosa cambió bastante a medida que todo iba creciendo y yo iba aprendiendo a manejarme con el tratamiento de imágenes… más o menos), qué menos que enseñaros el resultado final antes de pasar el siguiente capítulo de este culebrón…digo, esta serie de entradas.
Que, por cierto, van a ser cinco, y no cuatro como había pensado inicialmente.

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