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Lo que he escrito hasta el momento, ese primer tercio de la novela, me da en cierto modo una pauta. Un armazón. Esa esa parte la que me marca la estructura final que tendrá la obra, el ritmo y hacia dónde van encaminados los acontecimientos.
Eso es algo que me pasa con prácticamente todas mis novelas: las primeras páginas sirven de cimientos que me permiten ver la forma que va a tener el edificio final, al menos estructuralmente.
Con El adepto de la Reina, y llegados allí, tuve claras unas cuantas cosas.
Había escrito una primera parte que era pura acción.
La segunda sería más introspectiva: la historia seguiría avanzando, pero más lentamente, a medida que Yáxtor Brandan empezaba a buscar ese pasado esquivo que había descubierto que le faltaba. Eso me permitiría ir mostrando los matices del personaje y ver el mundo desde sus propios ojos. Darle dimensión humana, a lo que me había negado en la primera parte, pero sin abandonar su naturaleza de monstruo. De hecho, aunque es difícil precisar esas cosas, creo que es en ese momento cuando tomo la decisión (seguramente instintiva a inconsciente) de que esto en realidad va del viaje de Yáxtor de monstruo monolítico a ser humano completo.
En la tercera parte de la historia, en todo caso, recuperaríamos el tono de acción y culminaríamos la trama con el triunfo del héroe y las consecuencias que para él ha tenido escarbar en ese pasado oculto.
Es en ese momento cuando comprendo que aquello no va a ser una novela aislada. Una vez tomada la decisión de que voy a mostrar el viaje personal de Yáxtor, no tardo en ver que un solo libro se me queda pequeña para eso.
Tengo un personaje que, partiendo de una versión desagradable e inmoral de un cliché narrativo, ha empezado a ganar personalidad, densidad, riqueza, complejidad. Un personaje para el que, mientras sigo pensando en la trama de esta novela, voy al mismo tiempo imaginándole un pasado y un posible futuro. No lo puedo evitar, por más que intente contener mi mente y sujetarla, llegados a ese momento, tengo que explorar todos esos caminos que estoy viendo.
Por otro lado lado tengo un escenario que está creciendo más y más, volviéndose más denso, más rico, más complejo, llanándose de pequeñas posibilidades que no sé si germinarían o no, pero a las que hay que darles esa posibilidad.
Es imposible que pueda explorar todo eso en una sola novela, al menos en una novela de dimensiones razonables que me lleve un tiempo razonable escribir. (Sí, suena irónico teniendo en cuenta la longitud de El hueco al final del mundo y el tiempo que estoy empleando en escribirla, pero esa es otra historia.)
En ese momento, mientras voy avanzando hacia el final de El adepto de la Reina, aún no sé cuántas novelas voy a necesitar para contar todo lo que quiero (lo que necesito, en realidad, porque es más una cuestión de necesitar contarlo que de querer contarlo). Tres, me digo. Quizá cuatro. A lo mejor cinco. Al final son solo cuatro, pero eso es algo que iré descubriendo en los años siguientes.
Entretanto, tengo suficiente para seguir adelante con El adepto de la Reina y rematarla. La historia ha acumulado suficiente «vapor», por usar una expresión que le leí hace muchos años a García Márquez, para que baste simplemente dejarla fluir y permitir que llegue a su conclusión natural.
En el proceso, huelga es decirlo, van asomando nuevos personajes y nuevos lugares, que en aquel momento son secundarios para esta novela, pero que irán cobrando importancia para las siguientes.
¿Y qué hay del proceso en sí? Me he dado cuenta de que voy ya por la cuarta entrega y apenas he hablado de él. No he entrado en los pequeños detalles de cómo me planteo una escena, por ejemplo, si la escribo de forma detallada al primer intento o trazo un esbozo que luego voy llenando de detalles.
Así que me temo que en lugar de cuatro partes, como había pensado originalmente, esta serie de entradas va a tener cinco. Nos vemos en la próxima.
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