¿HAY MÉTODO EN MI LOCURA? V: LOS DETALLES

¿Cómo escribo? Quiero decir, ¿de qué modo concreto afronto el acto físico de escribir? Habéis tenido atisbos de ello en las entradas anteriores de esta serie, pero me ha parecido interesante dedicar la última solo a eso.

Mi forma de trabajar no puede ser más sencilla. Al menos a mí me parece sencilla. Cada nueva escena que escribo me da ideas para las siguientes. A veces ese proceso es inmediato, y otras, tarda algo más, pero en cierto modo es igual que construir un castillo de naipes: la forma del piso inferior prefigura la del siguiente… y así hasta el final.

Es simple cuestión de pasar todos esos «pisos» al papel.

Nunca tomo notas. Puedo apuntar los nombres de lugares y personajes cuando estos son inventados, pero nunca tomo notas en plan: ahí tiene que ir la escena de una batalla, o un diálogo tenso entre este personaje y aquel otro, o una revelación importante.

Juego con esas cosas mentalmente. Me imagino ciertos momentos o determinadas escenas y asumo que, antes o después, la historia llegará a un punto tal en el que será adecuado incorporarlas. Sé, por ejemplo, que en algún momento de la novela Yáxtor va a matar a cierto personaje. Sé cómo lo va a matar y sé por qué. Pero no tengo la menor de idea de cuándo va a pasar. Cuando la historia lo pida, cuando, de forma natural, haya llegado ese momento.

Y no siempre esas escenas con las que juego acaban pasando a la novela. A veces, simplemente, el camino por el que transita la historia hace que no tengan sentido y, por tanto, no puedo incorporarlas. No porque la historia tenga «vida propia» ni nada místico. Simplemente, a medida que vas tomando decisiones narrativas, vas trazando un camino: al principio la dirección de ese camino es aproximada, pero llega un momento en que va con exactitud a un lugar concreto. Y a lo mejor no va al lugar concreto que tenías en mente cuando empezaste.

Esas cosas pasan.

Como sea, estoy siempre jugando con montones de ideas que me parecen apropiadas para la novela. Las retengo en la cabeza, les doy vueltas, compongo mentalmente distintas versiones. Luego, cuando llega el momento de escribirlas —si es que llega, como ya he dicho—, simplemente me dejo llevar y lo que surge de mis dedos, aunque se parece a lo que había en mi mente, tiene al mismo tiempo diferencias sustanciales.

Tengo una manía (bueno, tengo unas cuantas, pero eso mejor lo dejamos para otro día), sobre todo cuando estoy escribiendo una novela que sé que es parte de una serie: planto semillas. Introduzco detalles intrigantes pero que no son importantes para esa novela en concreto (y que yo mismo no estoy seguro del significado que tienen) pero que quizá pueden dar juego en las siguientes. A veces esas semillas no fructifican. Otras, como la trama del carneútil Avanzadilla, en la tercera novela de la saga, El jardín de la memoria, dan lugar a uno de los momentos más importantes en la cuarta, La sombra del adepto.

Por otro lado, siempre voy, mentalmente, un par de capítulos por delante de lo que estoy escribiendo en ese momento. Ese es todo mi campo de visión… excepto el final, por supuesto, que procuro tener claro lo antes posible. Pero es un final al que se puede llegar de varios formas diferentes, y el modo concreto de llegar a a él lo desconozco casi hasta que estoy allí.

Soy un escritor de brújula. Parto de cierto sitio y tengo claro que quiero llegar a este otro, pero lo que me voy a encontrar por el camino lo voy descubriendo sobre la marcha. Como digo, mi visión de lo que hay por el camino no va más allá de un par de capítulos… unas diez o veinte páginas, digamos, por dar una medida un poco más fiable. O tres o cuatro escenas, por usar otro sistema.

Cuando escribo me estoy contando la historia a mí mismo. Soy, a la vez, narrador y público. Mi propia Sherezade, como decía Stephen King en esa maravillosa historia sobre el arte de escribir que es Misery (entre otras cosas).

Uno de los motivos por los que escribo (no el único, aunque sin duda sí que fue lo que me motivó a empezar siendo niño) es que es la cosa más condenadamente divertida del mundo. Solo hay otra actividad que se le pueda comparar en cuanto al placer que me proporciona, y es muy cansada, se suda y, para que que sea del todo satisfactoria, necesitas más personas. Escribir, en cambio, puedo hacerlo yo solo y tirarme horas dándole caña sin cansarme.

Y supongo que ese proceso de descubrimiento es una parte fundamental del placer de escribir. Sentarme frente al ordenador, tener una escena trazada a medias (sé qué personajes participan en ella y más o menos de qué van a hablar, pero no tengo ni idea de las vueltas que va a dar la conversación), dejarme llevar y empezar en cierto modo a «averiguar» con mis dedos en las teclas lo que está pasando. No hay, en todo el mundo, una sensación que se le pueda comparar.

Ni una.

Pero volvamos al asunto. Con este método que acabo de describir, si es que en verdad es un método, el primer borrador que obtengo no es exactamente un borrador, sino una aproximación muy cercana a lo que será la novela final. Digamos, por poner una cifra, un 90%.

Para conseguir el 10% restante, regreso sobre mis pasos y voy puliendo aquí y allá cuando creo que es necesario, doy las puntadas finales, remato una escena que no me había quedado del todo como quería, mejoro cierto diálogo o alguna situación. El primer borrador ha trazado el camino del lugar de partida al de destino. Las correcciones lo adecentan un poco, le ponen unas aceras, alguna farola, un área de descanso…

A veces (pocas) creo una nueva subtrama para justificar algo que sucede casi al final de la novela y la voy insertando a lo largo del texto ya escrito allí donde creo que encaja. Otras (menos aún) creo algún capítulo nuevo porque me he dado cuenta de que hay un hueco narrativo que tengo que llenar.

Como digo, eso son excepciones. Por lo general se trata de pulir y mejorar lo escrito, sin más.

Ese es el modo en que trabajo habitualmente.

No siempre lo he hecho así, sin embargo.

Empecé a escribir a los doce años y, en aquellos momentos, nada sabía de todo lo que he mencionado ahora: ritmo o estructura me eran totalmente desconocidos y simplemente me ponía a escribir y me dejaba llevar por la historia y lo que se me iba ocurriendo sobre la marcha.

El resultado es que buena parte de las novelas que intenté escribir entre los doce y los dieciocho años nunca las terminé. En algún momento del proceso descubría que no tenía la menor idea de hacia dónde ir y la novela simplemente moría.

Diría que fue un proceso de aprendizaje. Pero, de ser así, no creo que haya sido el mejor. Con el tiempo, fui aprendiendo ciertas nociones básicas, como tener claro el final de la historia lo antes posible o conocer la dirección general en la que esta avanza, aunque no supiese los detalles.

Pero lo aprendí muy despacio y equivocándome mucho a lo largo del camino. Mis fracasos narrativos superan ampliamente mis éxitos.

No sé si habría sabido hacerlo de otro modo. Sospecho que no. Era arrogante y creía que nadie tenía nada que enseñarme, que lo que necesitase lo aprendería por mí mismo, porque talento era lo que me sobraba. ¿En qué me iba a ayudar un texto sobre escritura, los consejos de un escritor experimentado o un taller literario?

En nada, me decía.

Bueno, estaba equivocado. Todo eso me habría venido de vicio. Me habría ayudado a mejorar más rápido y a librarme con más facilidad de ciertos vicios narrativos. ¿Sería mejor escritor de lo que soy? No lo sé; quizá habría llegado al mismo lugar, pero seguramente me habría equivocado menos en el proceso.

Ni idea, la verdad.

A veces me gustaría acercarme a mi versión adolescente y susurrarle al oído un «Don’t get cocky!» como el que Han Solo le suelta a Luke en el Halcón Milenario cuando el joven palurdo y futuro Jedi derriba su primer Tie Fighter. Sospecho que no habría servido de nada y que habría acogido con arrogancia lo que ese señor mayor pudiese estar diciéndome.

O a lo mejor le habría respondido:

—¿Sabes que un día, cuanto tengas cincuenta y pico tacos vas a volver a escribir como escribo yo ahora, dejándote llevar, sin tener ni puñetera idea de hacia dónde vas y pasándotelo de miedo con cada palabra? ¿Eh, lo sabes?

Y tendría razón el puto adolescente sabihondo. Porque eso es exactamente lo que he hecho mientras escribía El hueco al final del mundo, recuperar el modo en que escribía cuando era adolescente, sin planificación, sin brújula de ninguna clase, sin la menor idea de hacia dónde iba y sin saber si llegaría alguna parte. Y, de paso, he recuperado el placer puro y simple, sin adulterar, de estar contando algo que me mola, tanto si consigo acabar la novela como si no, y al cuerno con todo lo demás.

Claro que, para que eso funcione ahora, he tenido que pasar por esos cuarenta y pico años y veintipico libros publicados y una considerable cantidad de ellos que murieron por el camino y que nunca verán la luz. Para poder echar a andar sin rumbo fijo, he tenido que aprender a orientarme primero.

Ha costado, porque soy de esa gente que aprende despacio, pero ha valido la pena.

FINE DI TUTTO

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