Algo nos pasa a cierto tipo de escritores que, a partir de determinada edad, sentimos la necesidad de escribir una novela-tocho. Al principio pensé que era una manía exclusivamente masculina, luego recordé a Margaret Mitchell y Lo que el viento se llevó (novela que ya estáis tardando en leer, porque es cojonuda) y me di cuenta de que la cosa no tenía sesgo de género y que, simplemente, a algunos de nosotros llega un momento en nuestra vida en que nos apetece escribir novelas de longitud un tanto descomunal.
No suelen tener buena fama entre cierto sector de la crítica. Recuerdo hace años una reseña a una novela (lo que ya no recuerdo es de qué novela) en la que el autor afirmaba que le horripilaba el concepto en sí de «novela de mil páginas» y que le parecía abominable.
Lo que a mí me pareció su opinión fue, digámoslo claro, una soberana soplapollez. Hay novelas de dos mil páginas a las que nos les sobra ni una palabra y hay novelitas de noventa páginas con ochenta y cinco totalmente prescindibles. No es una cuestión de longitud ni lo ha sido nunca.
Cada historia exige su espacio. Cada novela respira a un ritmo distinto: algunas como un colibrí y otras como una ballena. Ninguna respiración es mejor o más adecuada que otra. Serán buenas o malas dependiendo de si ese ritmo es el apropiado para lo que se está narrando. Y eso, de nuevo, no tiene nada que ver con la longitud.
Como sea, al final yo mismo he caído en esa manía de escribir la novela-tocho. Si nadie lo remedia, para cuando llegue al final, El hueco al final del mundo tendrá más de cuatrocientas mil palabras. Unas mil seiscientas páginas. Eso sin contar algo más de trescientas de apéndices.
Así que es legítimo preguntarse por qué. Al fin y al cabo hasta ahora mis novelas se han movido en una horquilla entre las trescientas y las quinientas páginas, más o menos. Algunas por debajo (como La sonrisa del gato o El sueño del rey rojo) y otras un poco por encima (como El jardín de la memoria o La canción de Bêlit). Pero en general se han movido por esos cauces.
¿Por qué de pronto me da por escribir una novela que triplica la longitud máxima habitual en mí?
Intentaré dilucidarlo aquí mismo. Ya veremos si lo consigo.
Ya he hablado (y aquí mismo lo podéis leer) de cómo surgió del impulso de escribir El hueco al final del mundo y de cuáles fueron las motivaciones primarias que había tras ese impulso. Quería ser ambicioso, echar el resto, llegar donde nunca antes había llegado como escritor. ¿Implicaba eso que también tendría que alcanzar una longitud nunca antes alcanzada en mi obra anterior?
En realidad, no. Mi obra más ambiciosa, más trabajada, más conseguida, bien podría haber sido una novela de doscientas cincuenta páginas, por ejemplo. Por qué no.
Sin embargo, no lo fue.
Al iniciar el proceso de creación de la historia tomé varias decisiones narrativas que acabaron siendo en buena medida las responsables de la longitud final de la novela.
Una de ellas fue que quería crear un mundo complejo, con una textura densa y rica. Y quería tomarme mi tiempo para explorarlo. En cierto sentido, para descubrirlo y contarle al lector lo que iba descubriendo.
Para ello, decidí usar una trama general lo más sencilla posible; una variación de la búsqueda del héroe con ciertas… peculiaridades. Partí de la idea, no sé si acertada o no pero que me ha funcionado, de que cuanto más sencillo fuese el armazón argumental, más posibilidades me daría a la hora de centrarme en explorar el mundo y los personajes que lo pueblan. La trama es, en cierto modo, el esqueleto del que todo cuelga: cuanto más simple sea más cosas puedes colgar de él y más elementos puedes añadirle. Y si en cierto momento necesitas complicarlo, será relativamente sencillo.
Además, dado que pretendía que el viaje fuese de descubrimiento (no ya para el lector, sino para mí como escritor) necesitaba mantener las opciones lo más abiertas posible, sobre todo al principio del relato.
Repito, no tengo claro que eso que acabo de describir sea cierto. Lo usé como axioma mientras escribía (debería decir «mientras escribo», ya que aún me faltan unas setenta mil palabras para llegar al final) y me funcionó. ¿Me habrían funcionado igual de bien otros conceptos? Quizá. Pocas veces en literatura hay una única respuesta correcta o una sola solución válida.
Así pues, con esa idea en mente estaba claro que no iba a ser una novela breve. Pero entre no ser una novela breve y que haya acabado siendo una novela-tocho hay una diferencia.
Aunque, bien pensado…
Cada decisión narrativa que tomaba me iba marcando el camino con más precisión; dicho de otro modo, iba limitando mis posibilidades. Pero al mismo tiempo, también abría nuevos caminos. Cada personaje que se incorporaba a la novela traía consigo un pasado, un entorno, un contexto.
Al elegir deliberadamente una variación del esquema de la búsqueda del héroe (con abundantes peculiaridades, como ya he dicho, pero mejor lo descubrís por vosotros mismos cuando leáis la novela) no tardé en encontrarme con unos cuantos personajes con los que no contaba y que aparecían cuando menos se lo esperaba. Al fin y al cabo, cuando los personajes que emprenden el viaje pasan por algún lugar, es fácil suponer que este está habitado y que se produce una interacción con esos habitantes. Es decir, nuevos personajes, con un nuevo pasado, un nuevo entorno, un nuevo contexto. Algunos se quedarán allí, pero otros acompañaran al grupo protagonista, añadiendo más complejidad y más riqueza a la historia.
Llega un momento (y es un momento bastante temprano en el texto) en que me doy cuenta de que la extensión de El hueco al final del mundo no va a ser razonable. Que, de hecho, lo voy a tener complicado para que pueda ser publicado en un solo volumen.
Eso no me hace cambiar mi planteamiento inicial, aunque podría haber pasado. Por qué no, podría haber decidido, en lugar de una novela, escribir tres, cuatro o cinco. Que cada una de ellas tuviese entidad narrativa propia y, al mismo tiempo, una vez unidas compusieran una historia mayor. Algo parecido, por ejemplo, a lo que había hecho con las cuatro novelas de El adepto de la Reina.
Habría sido una decisión perfectamente legítima. Pero no fue la que tomé. El hueco al final del mundo estaba destinada a ser una única novela, la trocease o no para su publicación, y la escribiría teniendo eso siempre claro. A lo mejor me diréis que no veis la diferencia. Para mí, sin embargo, es fundamental. No me planteo del mismo modo el ritmo ni la estructura en un caso que en otro.
Digamos que al final llegué a un compromiso. Iba a ser una sola novela, sí. Pero también tuve en cuenta que no se iba a publicar en un solo volumen. Una vez que tuve claro más o menos en qué momento iba a ser cada partición, sí que revisé ciertos elementos para que cada volumen tuviese su propia entidad narrativa. No iban a funcionar como novelas por sí mismas, pero sí tendrían sentido como volúmenes diferentes de un todo.
Pero volviendo al tema principal, digamos que no tardé en tener claro que, en efecto, la longitud de esta novela iba a ser considerablemente mayor que cualquier otra que hubiese escrito hasta el momento. ¿Cuánto? No lo sabía. Tardé bastante en saberlo. No fue hasta que terminé lo que ahora es el tercer volumen, El festival de la carne trémula, que lo tuve claro. En ese momento las diferentes subtramas empezaban a confluir y tenía bastante claro dónde (aunque no del todo cómo), así que podía hacer una estimación aproximada. Me di cuenta entonces de que lo que había escrito hasta el momento representaban tres cuartos del total y que lo que me quedaba por escribir sería el cuarto final.
Eso también me dio, de paso, la indicación que necesitaba acerca de cómo dividir la novela para su publicación. Durante el proceso de escritura había probado diferentes formas de partir el libro y, curiosamente, al final acabé volviendo a la primera de todas: serían volúmenes de, más o menos, unas cuatrocientas páginas. La diferencia es que, cuando había ensayado eso varios meses atrás, lo que tenía en mente eran tres volúmenes. Ahora, usando esa misma partición, iban a ser cuatro. Mi estimación inicial de la longitud total de la novela, unas mil doscientas páginas, se había quedado corta por cuatrocientas, más o menos.
Con eso en mente, como he dicho, repasé lo escrito, jugué con el orden de algunos capítulos, inserté alguno nuevo donde me pareció que venía bien y, en general, intenté adaptar cada volumen para que tuviese una cierta unidad narrativa.
Y eso es todo.
* * *
Ahora es donde tengo que confesar que os acabo de mentir.
Y no porque lo que he contado sea falso. No lo es. Todo lo que he dicho en los párrafos precedentes es cierto y es una descripción bastante acertada de lo que fue el proceso de crecimiento de la novela.
Pero no es toda la verdad.
Porque, en realidad, la decisión de que El hueco al final del mundo fuese una novela-tocho estaba tomada desde mucho antes de que empezase a imaginar cuál podía ser la trama que vertebrase la historia o cómo sería el mundo en el que esta se desarrollaría.
Estuvo tomada desde el momento en que decidí intentar lo mismo que había tratado de lograr entre los dieciséis y los dieciocho años y que no había sido capaz de llevar a buen puerto. No tenía ni la experiencia ni la pericia ni, sobre todo, la visión necesarias para rematarlo con éxito.
Quería aprovechar la lección de Tolkien. Interiorizarla, usar lo que había aprendido de la creación de mundos secundarios a partir de su obra y, sobre todo, hacer mía su máxima:
This tale grew in the telling.
Quería que mi novela fuese, en cierto modo, hija espiritual de El señor de los anillos. Puede no parecerlo a primera vista. Al fin y al cabo, El hueco al final del mundo es ciencia ficción, no fantasía épica; y, desde luego, no vais a encontrar en ella detalladas descripciones del entorno recreándose en cada arroyo y cada hoja, porque no soy ese tipo de escritor. Mi estilo no va a tener el tono ligeramente arcaizante de Tolkien. El pensamiento ético y moral que permea la novela (es decir, su ideología; porque se pongan como se pongan algunos el arte siempre tiene ideología) va a ser el mío, el de un ateo racionalista, no el de un devoto católico.
Pero sin El señor de los anillos no habría existido El hueco al final del mundo. Quizá sea el único capaz de verlo, pero es cierto.
Y una vez tomé esa decisión, una vez elegí ese camino, estaba condenado a escribir una novela-tocho.
¿Qué parte es cierta, entonces, la de que decidí deliberadamente escribir una novela de longitud descomunal antes de pensar en nada más, o la de que ciertas decisiones de partida acabaron llevándome a ese mismo resultado?
En realidad, las dos, por extraño que pueda parecer.
En todo caso espero que la descripción del proceso os haya resultado interesante.
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