Allá por 2008, después de lo que fue, literalmente, un empacho de 24, la serie de TV protagonizada por Kiefer Sutherland, sentí que necesitaba escribir una novela de espías.
No era la primera vez que me acercaba al género. Tanto La sonrisa del gato, mi primera novela publicada, como su spin-off «Un jinete solitario», una novela corta, jugaban con ese género. En concreto, la última se acercaba al género de espías un poco a la manera de John le Carré, o al menos lo intentaba. La última novela de mi ciclo holmesiano, El heredero de Nadie, era un artefacto un tanto extraño en el que, por un lado, había un western y, por el otro, jugaba con varios modelos de novela de espías, tanto el más introspectivo de Le Carré como el más aventurero y pulp.
En todo caso, esa decisión inicial de escribir una novela de espías no tardo en derivar en algo más concreto. Quería escribir una novela de James Bond, personaje que, con todas sus luces y sombras (y no tiene pocas de las últimas, especialmente las exageradas y a veces esperpénticas versiones cinematográficas), ha sido uno de mis fetiches desde que, siendo niño, vi Desde Rusia con amor (que sigue siendo junto con Al servicio secreto de Su Majestad, mi Bond favorito) en un cine de reestreno en Algorta.
Era un cliché que nunca había usado antes, al menos a fondo, y me apetecía buscarle las vueltas, explorarle las costuras y quién sabe si arrancarle alguna para escudriñar en su interior y revolverle las tripas un poco por aquí y por allá… Bueno, mejor dejo la casquería.
Poniéndonos líricos podría decir que con la más tierna y afilada de las uñas quería abrirme camino con rabia, ternura y ensañamiento hasta el mismísimo corazón de su alma palpitante para comprenderlo mejor.
Dejándonos de tonterías, era un arquetipo con el que me apetecía jugar.
Quería ambientar la historia en un escenario fantástico. Mi primera idea, de hecho, fue usar la clásica ambientación mágico-medieval característica de la fantasía épica clásica. No tardó en evolucionar en algo un poco más complejo.
Decidí que en el mundo ficticio en el que se ambientaría la novela, la magia sería algo que se usaría para casi todo, desde ir a comprar el pan hasta hacerse la guerra; y el amor. El siguiente paso, inevitable en alguien tan racionalista como yo, fue preguntarme cómo funcionaba la magia, cuál era su fundamento y qué reglas tenía.
Recordé algunas tradiciones y ciertas novelas en las que se usa la magia de la sangre (En costas extrañas de Tim Powers, por ejemplo) y me pareció buena idea. Así que decidí usar la premisa de que la magia estaba en el interior de las personas y que estas, al derramar algún tipo de fluido (sangre principalmente, pero cualquier otro fluido interno del cuerpo, lo que aportaba derivaciones ciertamente interesantes) soltaban esa magia y podían usarla.
Mi mente racional empezó a trabajar cuando aún no había terminado de formular ese pensamiento y antes de que me diera cuenta había desarrollado una justificación algo más detallada. Las personas no tenían magia per se, pero absorbían en el interior de sus cuerpos unas criaturas microscópicas que eran las que de verdad la portaban y que respondían a la voluntad humana.
Supongo que veis la consecuencia de esa idea. Había querido ambientar la novela de espías en un mundo de fantasía, pero cuanto más pensaba en cómo funcionaba ese mundo más me iba a acercando a la ciencia ficción.
Me encogí de hombros y seguí adelante. Ya lidiaría con aquello en otro momento.
Las dos primeras decisiones (la ambientación fantástica y la inspiración jamesbondiana) ya estaban tomadas, pero había que establecer algunos detalles. ¿Iba a ser mi personaje central un trasunto fiel de 007, con todo lo que ello implicaba? Decidí que sí, al menos hasta cierto punto, y me di cuenta de que si quería que fuera un personaje coherente iba a tener que ser un psicópata. O al menos un sociópata. Al fin y al cabo, hablamos de alguien que, al servicio de su Reina, va a matar, torturar, engañar, violar, manipular y seducir a quien haga falta. Todo eso sin pestañear, para luego dormir a pierna suelta toda la noche, sin el menor asomo de culpabilidad.
Vamos, un encanto.
Eso significaba que mi protagonista iba a ser lo que, en cualquier otra novela, habría sido el villano. Y que, lógicamente, iba a ser un tipo con el que iba a resultar bastante complicado empatizar.
De nuevo me encogí de hombros y seguí adelante, ya lidiaría con aquello en otro momento.
Tenía ya suficientes elementos para empezar a trabajar, pero antes de escribir una sola palabra me senté y dibujé un mapa.
Estaba muy libremente basado en el mapa del mundo que había creado en la adolescencia para mi novela tolkienieana. Y este, a su vez, estaba basado en Europa. Decidí que, en efecto, el continente que estaba dibujando iba a ser una suerte de Europa, con los países germano-escandinavos al norte (Wáhrang, Thunia), una gran isla que hacía las veces de Inglaterra al este (Alboné) y, al sur del mar interior, los países de la Europa meridional (Helas, Ythilia, Quitán, Aidán). Al este del todo se encontraba un trasunto de China (Khynai) y, al norte de esta, un archipiélago que recordaba bastante a Japón (Honoi).
Así nació, improvisando más o menos formas y nombres, el escenario que luego bauticé como
ÉRVINDER
Nombre que surgió como un homenaje, curiosamente, a Robert E. Howard, cuyo middle name era Ervin. ¿Por qué a Howard si esto iba de James Bond? Ni idea.
Quizá porque seguí un poco la misma técnica improvisada que él usó al crear la geografía y la toponimia de la Era Hibórea: tomar elementos del mundo real y modificarlos lo suficiente para que fueran exóticos, pero no tanto que no resultasen reconocibles.
O quizá simplemente porque me apetecía. Yo qué sé.
Una vez decidida la forma de la tierra y dónde estaban los distintos países llegó el momento de ir poniendo accidentes geográficos; básicamente, ríos, montes y bosques.
Así que me dejé llevar de nuevo por mi tendencia a la improvisación y fui creando esos elementos allí donde me parecían adecuados.
Por algún motivo que se me escapa decidí crear cuatro o cinco bosques enormes. Por pura estética y llevado por el impulso del momento.

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Visto con perspectiva, fue de las mejores decisiones que tomé.
Armado con el mapa y un par de premisas, empecé a escribir. El prólogo era, directamente, un homenaje a la secuencia precréditos de Golfinger. Y el inicio de la trama, con un grupo llamado los Espectros que roban una terrible bomba para luego amenazar con ella al mundo civilizado no podía parecerse más a Operación Trueno.
A medida que iba escribiendo, iba añadiendo detalles al mundo. En Lambodonas, capital de Alboné, había una torre donde vivía y trabajaba el servicio secreto, a los que llamé adeptos empíricos. Decidí que en ese mundo «adepto» sería equivalente de «funcionario público» y que el adjetivo que lo acompañase indicaría a que cuerpo del funcionariado pertenecía. Los empíricos eran, evidentemente, los espías.
Con esas premisas, que la novela acabase llamándose El adepto de la Reina era casi inevitable.
Llamé mensajeros a las partículas con las que se podía hacer «magia» (que ya no era tal magia… o quizá sí, decidí mantener eso sin definir del todo), basándome en la idea de que muchas personas los consideraban mensajeros de la voluntad divina en el mundo, obreros de Dios creados para darle forma, en cierto modo.
Sí, eran midicloreanos, en efecto.
Poco a poco la novela fue creciendo, y con ella el mundo. Al principio, muy cercana a los modelos de los que partía: el Bond de Fleming y, especialmente, el de Connery. Luego, poco a poco, a medida que la trama y el escenario fueron volviéndose más complejos empezó a apartarse de esos modelos y a circular por sus propios derroteros.
Tomé dos decisiones muy al principio de la novela cuando ni siquiera tenía la trama completa.
La primera fue que, durante todo el primer tercio de la historia, el punto de vista de Yáxtor Brandan, el personaje protagonista, no se vería jamás. Siempre sería contemplado o bien a través de los ojos de otros personajes o de los del narrador.
Si ya era difícil empatizar con alguien como Yáxtor, el verlo siempre desde fuera hizo que resultase casi imposible. Fue una decisión consciente y deliberada. Quería que el lector tomase distancia respecto a él, que no le gustara, incluso, por qué no, que lo odiara. Era un experimento algo arriesgado, al menos para mí: construir una novela con un protagonista despreciable que, sin embargo, pudiera ser disfrutada por los lectores.
La otra decisión fue crear mi propia versión de cierta escena de Golfinger. De la película, por cierto. No está en la novela de Fleming.
Quizá la recordéis:

Allí está la hermosa Honor Blackman en el papel de Pussy Galore (sí, los nombres femeninos de Fleming se las traían), ejerciendo de sicaria del villano. Aunque nunca se dice explícitamente en la película hay un subtexto muy evidente en el que se da a entender que el personaje tiene tendencias lésbicas.
Entonces llega Bond, forcejea con ella en el granero y en una secuencia que supongo que entonces sería calificada de «seducción forzada» y que no es otra cosa que una violación pura y dura, hace que la señorita Galore abandone sus inclinaciones sáficas para convertirse en una buena chica heterosexual que, lógicamente, traicionará a su jefe para ayudar a 007.
Ahí estaba en todo su esplendor, a pantalla panorámica y en glorioso tecnicolor el viejo cliché machista y homófobo de que las lesbianas no son más que mujeres heterosexuales mal folladas. Y con violación en el granero incluida.
En su época, la escena ni siquiera pareció escandalosa. Seguramente muchos (y, por desgracia, muchas) hasta la vieron romántica.
Quería escribir un equivalente «realista» de esa secuencia. Y digo realista, porque nadie que no sea un imbécil embrutecido con la cabeza llena de mierda puede pensar que si violas a alguien, lesbiana o no, va a caer rendida a tus pies y te adorará para siempre.
Necesitaba un personaje femenino homosexual al que Yáxtor, por algún medio que tuviera sentido en el contexto de la novela, forzase a cambiar de orientación sexual.
¿Cómo?
La respuesta era obvia: los mensajeros. Mensajeros que se introducirían en el cuerpo de la víctima y atarían sus impulsos y apetencias al emisor de tales mensajeros.
¿Y eso es realista? Bueno, quizá no, pero lo encuentro más creíble que el método Bond y su «esperma heterosexualizador». Al menos esto es un escenario de fantasía —o tal vez de ciencia ficción, como quizá piensen los que hayan llegado al final de la serie—, y Bond pretende ambientarse en nuestro propio mundo.
¿Por qué me empeñé en tener esa escena?
No lo sé. Por un lado estaba jugando con ciertos clichés de la ficción popular (bueno, y no solo de la ficción) y, por el otro, era una forma más demostrar qué clase monstruo carente por completo de frenos morales era mi protagonista.
El caso es que, cuanto más pensaba en los mensajeros y de dónde procedían, más hondo me iba adentrando en los entresijos del mundo ficticio que había creado.
Me fijé de nuevo en aquellos bosques enormes. Decidí que se llamarían bosqueoscuros, tal cual, y que darían un fruto llamado carneútil, que al eclosionar se convertiría en una criatura inteligente y multiforme atada a la voluntad humana. Eran estos carneútiles quienes generaban los mensajeros y no los humanos. Estos últimos los usaban y los asimilaban en sus cuerpos, pero no podían crearlos.
Excepto Yáxtor, decidí. Yáxtor era una excepción, el único humano capaz de crear mensajeros. ¿Por qué? Responder a esa pregunta me llevó a excavar más hondo en el escenario, buscar en las raíces más profundas y sacar a la luz todo lo que está oculto.
Así fueron surgiendo elementos como la Reina de Alboné, que pasaba su personalidad a sus sucesoras y que, en cierto modo, llevaba reinando ininterrumpidamente desde hacía varios miles de años. O Próxtor, el padre ausente de Yáxtor, cuyo anodino pasado quizá no fuese tan anodino como parecía. O la memoria perdida de Yáxtor, el momento en su adolescencia en el que sufrió un colapso del que se alzaría como el monstruo carente de empatía y escrúpulos que era al arrancar la historia. O…
O muchos más elementos. Tantos que enseguida me di cuenta de que una sola novela no iba a ser suficiente.
Cuando inicié El adepto de la Reina no tenía la menor intención de embarcarme en una saga. Iba a ser una cosa aislada. Un puro divertimento. Un juego en el que mezclaba a Bond con la fantasía.
Y de pronto me encontré escarbando en el pasado de Yáxtor, descubriendo cómo había sido su infancia, quién lo había educado, cómo había conocido —y perdido— a su primer amor, de qué modo lo habían manipulado y transformado en un instrumento de violencia política, de terrorismo de estado, en cierta forma.
Así nació Shércroft, mentor y figura paterna. Y Ámber, la mujer que no se asustaba ante la oscuridad interior de Yáxtor, que necesitaba esa oscuridad interior para sentirse completa. Y Asima, la Adepta Suprema de la Curación, un personaje muy menor en la primera novela, empezó a crecer y a ganar relevancia. Igual que otros personajes.
Y una vez explorado el pasado (con ayuda de Felicidad Martínez, que supo mirar con ojo certero en el alma de Ámber, algo que nunca le agradeceré lo bastante) había que seguir adelante.
Había hecho que Yáxtor recuperase sus recuerdos perdidos. Ahora tenía que iniciar el viaje de regreso; el que, de monstruo carente de empatía lo llevaría de vuelta a la humanidad, con todo lo que eso tiene de bueno y de malo.
La principal pregunta que hice a lo largo de ese proceso fue la siguiente: ¿fue Yáxtor convertido en un monstruo, o simplemente, al potenciar ciertos aspectos de su personalidad y suprimir otros, dejaron que el monstruo interno asomase?
Si habéis leído las novelas ya conocéis la respuesta.
En el proceso el mundo siguió creciendo. Por ejemplo, ¿qué pasaba con los carneútiles? ¿Eran los humanos una especie autóctona de Érvinder o habían llegado de otra parte? ¿Habían sido exterminados los Espectros o no? Y, sobre todo, ¿quién era la sombra que había acompañado a Yáxtor toda su vida, la que en cierto modo le había dado forma y lo había convertido en la persona que era? ¿Y con qué propósito?
Explorar todo eso me llevó tres nuevas novelas. Los rostros del pasado se adentraba con ayuda de Felicidad Martínez, en ese Yáxtor adolescente, pre-monstruo, aunque no necesariamente un ser humano agradable.
Las otras dos, El jardín de la memoria y La sombra del adepto, seguían el viaje de Yáxtor hacia el futuro.
Érvinder, una vez más, igual que el resto de mis universos ficticios, se fue desarrollando de forma orgánica, como se dice ahora. Improvisando sobre la marcha, en realidad, con una curiosa sinergia entre narrativa y geografía, cada una de ellas influyendo de forma misteriosa, pero muy satisfactoria en la otra.
Se distingue un poco de mis otros escenarios en un aspecto: fue la primera vez que tomé la decisión explícita de hacer mi creación un poco más variada y dejar de crear mundos petados hasta las cejas de hombres heteros (y unas pocas mujeres).
Hace poco, repasando mi ciencia ficción de los noventa, me di cuenta de todas las posibilidades que tenía en ella de crear futuros diversos, complejos y coloridos y que desaproveché una y otra vez. La verdad, si lo llego a hacer adrede no me habría salido mejor.
Lo curioso es que no debería haber sido así. Tenía información suficiente para saber que la realidad era más variada y no tendría que haberme costado gran cosa pararme a pensar dos segundos y darme cuenta de que los futuros que estaba creando iban a resultar mucho más ricos (y más verosímiles) si eran más variados en lo sexual y exploraba las posibilidades de los roles de género.
Pero no lo hice. No me paré a pensar. Me dejé llevar por lo fácil, lo cómodo y me limité tomar el pensamiento dominante de la sociedad en la que vivía y exportarlo a toda la galaxia.
Es curioso, porque sí que me preocupé en crear un escenario espacial que fuese diverso en lo racial. Cierto que rara vez describo físicamente a mis personajes (así que, en general, pueden ser de la raza que el lector prefiera), pero intenté crear nombres híbridos que dieran idea de la fusión y el mestizaje cultural y étnico que la expansión galáctica había causado.
Ni se me pasó por la cabeza hacer lo mismo en el terreno del género o la sexualidad. O bien ese aspecto de los personajes era obviado o, cuando se tocaba, invariablemente resultaban ser cishetero. Aquí y allá podía aparecer algún personaje homosexual, pero eran islas minúsculas en medio de un océano inacabable.
Como digo, tenía información (de primera mano y de segunda y hasta de tercera) más que suficiente para haber podido presentar un panorama distinto. Más rico y más variado. Y estoy convencido de que eso les habría dado a mis novelas una textura más sabrosa y compleja y, a la postre, más interesante.
Pero, bueno, llorar por la leche derramada es una tontería.
Así que resumámoslo en que me dejé llevar por la comodidad y no me planteé las preguntas suficientes. Añadamos también que, pese a que tiendo a ser un estudiante lento, a la postre empecé a salir de esa concha y a tomar otro tipo de decisiones narrativas. Y que fue en la serie de El adepto de la Reina donde esas decisiones empezaron a dar por fin su fruto.
Hubo que cambiar de siglo para eso, pero bueno, que no digan que el efecto dos mil no sirvió para nada.
Es una decisión de la que no solo no me he arrepentido, sino que cada día que pasa me siento más contento de haber tomado y lamento más no haberla tomado antes.
Iba a terminar aquí, porque la longitud de esta entrada está sobrepasando los límites de lo razonable (¡ja, como si las otras no lo hicieran!) pero no puedo terminar sin comentar un par de cosas.
Normalmente cuando se le pregunta a un autor o autora heterosexual si va incorporar personajes LGBT a sus novelas, las respuestas suelen ser de estos dos tipos:
- Claro, siempre que la trama lo exija, pero nunca por cubrir un cupo.
- Uf, me resultaría muy difícil describir una tendencia sexual distinta a la mía y no sabría por dónde empezar.
Respecto a la primera pregunta, no me queda más remedio que concluir que, entonces, esa persona incluye personajes heterosexuales en sus libros porque la trama así lo exige… No, wait! Resulta que, igual que la trama no exige que sean rubios o altos o diestros, salvo casos muy concretos y precisos le va dar exactamente igual la orientación sexual de los personajes. No va a «exigir» que sean LGTB, pero tampoco que sean cishetero. Así que…
En cuanto a la segunda, ¿esa persona que escribe ciencia ficción y fantasía, que es capaz de meterse en la mente de alienígenas y seres feéricos, que ha explorado las costumbres, rituales y psicología de culturas exóticas y distintas a la suya, resulta que no puede describir la sexualidad de otro ser humano porque no se siente atraído por lo mismo?
Venga, Lo Pan, no será por eso, que decía el inimitable Jack Burton en Golpe en la Pequeña China.
Y ahora, sí, me despido de momento deseando que la Divina Incertidumbre que rige los destinos del mundo os sea propicia. ¡Ijá Alyajin!