Umberto Eco decía que escribió El nombre de la Rosa porque le apetecía matar un monje. El chascarrillo sin duda contenía algo de verdad y seguramente el impulso inicial que lo llevó a escribir la novela fue algo tan sencillo como «venga, una de asesinatos en la Edad Media». Evidentemente, eso sufrió modificaciones con el tiempo, se fue volviendo más y más complejo y a ese impulso inicial se fueron añadiendo numerosos elementos y detalles.
En mi caso recuerdo que el arranque de lo que luego sería la saga de El adepto de la Reina fue fruto de una maratón de 24, la serie protagonizada por Kiefer Sutherland, que me dejó con ganas de marcarme una de espías en un escenario de fantasía.
Es algo que me pasa con frecuencia. Leo algo, veo alguna cosa en la tele, me cuentan alguna anécdota y de pronto surge la idea: «Eh, molaría hacer tal cosa.» La cantidad de veces que me ha pasado son innumerables y tienden a ser, con cierta frecuencia, mezclas de elementos diversos que, a priori, no parecen encajar muy bien juntos.
La mayor parte de todos esos «chispazos» mueren a los pocos segundos, una vez pasado el entusiasmo inicial.
Algunos, sin embargo, sobreviven. Se quedan por ahí, flotando por algún lugar de mi cabeza y van tomando forma poco a poco. Y acaban convirtiéndose en relatos… aunque en su mayor parte, darán origen a novelas. A veces, a series de novelas.
Y en ocasiones, como en el caso de El hueco al final mundo, en una única novela de tamaño ligeramente descomunal. Ya he explicado en otra parte cómo y por qué acabó siendo una de esas novelas-tocho que algunos escritores decidimos escribir en ciertos momentos de nuestra vida, así que no ahondaré en ello.
Lo curioso es que no puedo decir que en el caso de El hueco al final del mundo haya habido algo parecido a ese chispazo inicial del que hablaba antes. Al menos en el sentido de tener una idea de partida para una novela. Simplemente sentía la necesidad de escribir algo a una escala mucho mayor que todo lo que había escrito hasta el momento. Necesitaba echar el resto, apuntar lo más alto posible, poner toda la carne en el asador y, si me quemaba en el proceso, bienvenido fuese.
También necesitaba escribir simplemente dejándome llevar, usando muy pocas premisas y sin tener la menor idea de hacia dónde iba. Era consciente de lo peligroso de esa idea y de que las posibilidades de que acabase llegando a un punto muerto eran enormes, pero no me importaba. Tiendo a ser, como escritor, más de brújula que de mapa y el proceso de escritura es a menudo de descubrimiento (es una de las cosas que hacen que escribir sea tan condenadamente divertido), pero en este caso decidí tirar la brújula y echar a andar sin saber adónde iba. Necesitaba hacerlo así, simplemente.
Pero más allá de esa necesidad, no tenía nada.
Cuando me puse a escribir lo que luego sería El hueco al final del mundo (y entonces solo era «Mi Señor de los Anillos») no tenía la menor idea de lo que estaba haciendo. Ni mucho menos de lo que iba a hacer.
Literalmente.
Bueno, sí tenía clara una cosa: iba a ser ciencia ficción, no fantasía. Llevaba muchos años alejado de la ciencia ficción pura y dura y me apetecía volver a ella. Al fin y al cabo, fue mi primer amor literario y tenía todo el sentido del mundo que fuese a ella a la que le dedicase lo que podría ser mi mejor novela.
Vale, venga, ciencia ficción. ¿De qué tipo? Igual era el momento para intentar de nuevo aquel space opera desenfrenado que había empezado hacía casi quince años y que, tras tres o cuatro capítulos, se quedó en nada. Quizá ahora sí funcionase.
Pero no, me dije. No era eso lo que me pedía el cuerpo. No tenía a ganas de salir al espacio. En buena medida porque ya no encaraba el futuro de la especie humana con el mismo optimismo de hacía treinta años. Cada vez veía, y veo, más inverosímil que saliéramos al espacio y consiguiéramos colonizarlo.
Por otro lado, tampoco quería ponerme con una distopía. En realidad, tenía una a medias, que partía de un relato que escribí para la antología Mañana todavía. De hecho, la novela resultante estaba bastante avanzada en el momento en que decidí ponerme con lo que será El hueco al final del mundo, a poco más de un tercio del final. Y, aunque pretendo acabarla algún día no era tampoco la que me apetecía escribir en aquellos momentos, por más que quizá la considere la opción más realista.
Entonces, ¿qué?
Sencillo, me digo. No le demos más vueltas y asumamos el colapso de la civilización actual. Vamos a suponer que en algún momento del futuro cercano la sociedad humana, tal como la conocemos, se va al cuerno y con ella más del noventa por ciento de la población. Eso nos deja un planeta que, durante varias generaciones, estará razonablemente a salvo de la influencia humana. Y nos deja una humanidad que poco a poco tiene que empezar de cero y, con un poco de suerte, sin cometer los errores de la vez anterior.
Aunque no soy optimista al respecto, especialmente en lo que se refiere a no repetir los errores ya cometidos, me parece una buena idea narrativamente hablando. Así que va a ser la premisa del escenario de ficción que estoy planteando.
Decido situar la historia en un futuro remoto. Al principio, pienso en 30.000 años. Luego me digo que quizá me he pasado de frenada algunos pueblos (y tal vez incluso un par de Comunidades Autónomas) y poco a poco voy reduciendo la distancia hasta que la cosa se queda en unos 6.000 años en el futuro, tiempo más que suficiente para que la especie se haya recuperado y vuelto a colonizar el planeta… más o menos.
Este trasfondo se irá matizando con el tiempo, además de que se va a ir llenando de detalles, pero va a mantenerse en lo básico: la Era de las Ciudades, que es como decido llamar a esta época, llega a su fin, la humanidad queda reducida una fracción de lo que era y durante los siguientes seis mil años, va formando de nuevo grupos y sociedades y redescubriendo conocimientos.
Hasta llegar a…
¿Dónde?
Aún no lo sé, pero poco a poco empiezo a tener pequeños atisbos.
Como dije, enseguida tengo claro que va a ser una novela larga de narices. También que va a haber lenguajes inventados (y a lo mejor hasta alfabetos, aunque eso último no está nada claro). Va estar escrita de un modo bastante clásico, siguiendo una narrativa convencional, sin demasiada experimentación. Va a estar complementada por apéndices muy detallados en los que se tratarán diversos aspectos del mundo ficticio en el que se desarrolla: idiomas, ciencia, política, historia…
Esas cuatro decisiones tienen un origen común. El mismo que va a tener la siguiente.
Y esta es que, una vez establecido todo lo anterior, voy a usar una premisa lo más sencilla posible e ir dejando simplemente que crezca y se vaya llenando de detalles y recovecos. Hago mía la máxima de Tolkien («This tale grew in the telling») y decido que, desde un arranque sencillo, iré añadiendo capas y capas de complejidad a la historia.
Seguramente habréis notado que muchas de las decisiones que tomo en el momento inicial (los idiomas, los apéndices, la longitud…) están relacionadas con Tolkien y su obra más popular.
¿Por qué?
Porque en cierto modo esta obra es, deliberadamente, hija suya. Voy a llevar acabo ahora lo que intenté a los dieciséis años y entonces no supe llevar a cabo. Ya he hablado de ello en otra entrada y he explicado el modo en que fue La Torre Oscura de Stephen King la que me dio la clave para interiorizar la influencia tolkieniana como algo propio y regurgitar una obra que fuera mía, lo más mía posible, y al mismo tiempo fuese hija de El señor de los Anillos. Podéis leerlo en este enlace, así que no entraré en detalles al respecto
Sigamos pues. Un arranque sencillo, he dicho. ¿Y qué arranque sencillo va a ser ese?
Imaginemos una ciudad. No muy distinta de las actuales. Una ciudad grande, abigarrada, de tecnología avanzada. En ciertos aspectos, el lugar más desarrollado tecnológicamente del mundo. Ahora supongamos que esa ciudad sufre el ataque de unas criaturas famélicas que devoran cuanto se les pone por delante, para luego consumirse y morir. Aparecen de pronto, cruzando una especie de portales dimensionales.
En ese momento no tengo la menor idea de dónde vienen, quién los manda o por qué.
Sí que tengo algo más. Hay una persona que se enfrenta a esos monstruos. Solo una. Porque el resto de la ciudad está convencida de que la prosperidad material de la que disfrutan está relacionada con esos ataques y que no puede existir una sin los otros. Así que nadie se interpone en el camino de los monstruos… excepto mi esforzado héroe, al que decido llamar Alcaudón (nombre que cambiará, como iremos viendo en siguientes entregas).
Vale, ya tengo un hilo del que tirar, aunque sea muy tenue.
Empiezo a escribir. Venga, una escena impactante, me digo. Es de noche. El Alcaudón acecha desde un edificio cercano. Se abre un portal. Cruzan los monstruos… Y, sobre la marcha, decido que va a cruzar algo más, que esta va a ser una noche de caza totalmente distinta.
Empiezo a escribir y como hago siempre me dejo llevar. No tengo la menor idea de adónde voy. Soy puro instinto en esos momentos. A lo mejor no sale bien. A lo mejor a las pocas páginas descubro que no estoy yendo a ninguna parte y que es mejor dejarlo, lanzar lo que he escrito a la carpeta de inacabados e intentarlo con otra cosa.
Pero no. Funciona. Mi héroe destroza a los monstruos, se da cuenta de que hay algo en el suelo y ve que es una joven. Se la lleva a su guarida. Si el Alcaudón es un trasunto de Batman (y en ese momento, es algo muy parecido) y tiene una batcueva, también debe tener un Alfred, ¿no?
Decido que, en efecto, va a tenerlo. Solo que no va a ser humano, sino una inteligencia artificial. También decido que no va a ser una IA de origen digital y electrónico, sino biológico. Decido usar la expresión «cerebro gelificado» para describirla. Y decido también que sea una presencia femenina.
Así escribo el primer capítulo, durante el que voy tomando diversas decisiones. Por ejemplo, que la joven provenga de una isla remota al otro extremo del mundo y que en esa isla se hable algo que suene a japonés. También decido que en la ciudad atacada por los monstruos se hable un idioma que podría sonar como alemán. Ya he dicho que va a haber lenguas inventadas y aquí tengo las dos primeras.
Mientras escribo no dejo de jugar con el pequeño trasfondo que he creado para el escenario. Lo amplío y le añado detalles. No pasa mucho tiempo antes de que decida desarrollar una crónica de ese mundo donde voy detallando los acontecimientos que han tenido lugar desde el fin de la Era de las Ciudades hasta el presente narrativo. Tal crónica será parte de los apéndices que mencionaba originalmente, a los que añado también unas pequeñas notas sobre los dos lenguajes que estoy inventando.
Se me ocurre que, además de ese colapso de nuestra civilización, puede haber habido otros en ese periodo de lo que luego serán 6.000 años pero que en ese momento inicial aún son cerca de treinta mil. El último acontecimiento cataclísmico, me digo, ha tenido lugar hace 1787 años (que luego se convertirán en 787) y ha cambiado el aspecto del mundo, introduciendo en él elementos «extraños». ¿Qué elementos son esos? Bueno, lo iremos viendo sobre la marcha.
Eso me lleva a escribir el prólogo, que decido que va transcurrir más o menos alrededor de ese momento, que tendrá varios nombres de trabajo hasta que finalmente se estabiliza en la Expansión de la Esquirla. Esa Esquirla es, en principio, un trozo de materia exótica extraída de otro universo. Como tantas otras cosas en la novela, esa idea inicial se irá matizando y volviendo más compleja. Al principio el prólogo son tan solo un par de secuencias en las que se ve el pasado de la ciudad y de la isla remota. En un caso asistimos una conversación entre el cerebro gelificado que luego será el Alfred de mi Batman y su creador. En el otro a lo que se dice un matrimonio cuando él descubre que ella se va a convertir en uno con el sistema de extracción de materia exótica. Con el tiempo se añadirán dos secuencias más al prólogo, a medida que voy teniendo claros otros lugares del mundo y lo que ha pasado en ellos.