A medida que voy creando los distintos idiomas me pregunto qué aspecto tendrán las personas que los hablan. Con lo cual surge muy pronto en la novela la cuestión étnica. Y, con ella, aparece también la de la diversidad.
Tengo claro que quiero una novela lo más diversa posible, dentro de mis capacidades. Es un empeño personal que no voy a analizar en estas páginas (aunque seguramente hablaré de ello antes o después) y es una de las primeras decisiones que tomo, quizá incluso antes de sentarme a escribir una sola palabra. El hueco al final del mundo (que en esos momentos, aún no tiene título) va a ser una novela diversa, en un mundo diverso.
Y cuando uso ese término quiero decir en lo social, en lo étnico y en lo sexual, entre otros aspectos.
Entre otras cosas, no siento el menor deseo de crear un mundo poblado de personas blancas heterosexuales. Lo he hecho antes, por supuesto. En realidad, lo he hecho a menudo. Pero llega un momento en la vida, aunque en mi caso sea tarde porque soy un estudiante lento, en que te paras a pensar, consideras ciertas cosas y te das cuenta de que, por comodidad, por dejarte llevar por los clichés y lo familiar, estás empobreciendo la textura de lo que escribes.
No es una decisión ética, sino narrativa: llego a la conclusión (evidente y sencilla, por otra parte) de que mi obra será más compleja, más rica, más interesante y más atractiva si me paro un minuto a prestar atención a ciertos detalles que, hasta ahora, apenas he considerado.
Que sea una decisión narrativa no quiere decir que no tenga raíces ideológicas. Todo tiene raíces ideológicas. Como decía Aristóteles (que nunca me simpatizo demasiado; de hecho, Epicuro es el único de los filósofos griegos que me cae un poco bien), el ser humano es un animal político. Para una vez que el muy imbécil tenía razón, reseñémoslo, qué narices.
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Así que empiezo a tomar ciertas decisiones. Quiero que haya variedad étnica en Duniya, y que eso se note; sin recalcarlo ni insistir en ello (no es así como me gusta hacer las cosas) pero dejándolo claro.
Empiezo con los nativos de Volkenskap, la ciudad en la que vive el Hereje. Hablan un lenguaje inspirado en el alemán, como he dicho. Eso, en nuestro imaginario colectivo, los convertiría casi inmediatamente en personas rubias de piel pálida y ojos azules. Decido que no, que van a ser de piel muy oscura, casi negra, y cabello también oscuro, aunque de ojos claros.
¿Por qué? Sobre todo por romper las expectativas del lector, que es lo menos que se le puede pedir a un escritor. También porque me gusta el contraste resultante entre los ojos claros (y mejor aún si son verdes) y la piel sumamente oscura.
¿Qué pasa con la gente de Tamashi (más adelante Iratembe)? Son de inspiración evidentemente oriental, sobre todo japonesa. ¿Deberían tener ese aspecto? Llevado por un impulso del momento decido que, en cierto modo, sí. Van a parecer japoneses, pero no con el aspecto que tienen los japoneses en el mundo real, sino con el de los animes, o al menos en muchos de ellos: muy delgados, de piel rosada y ojos enormes. Y con el pelo de diversos colores.
Los habitantes de Yajim, que hablan una lengua de sonoridad africana van a parecer en cierto modo duendes irlandeses. De poco más de metro y medio de altura, son pelirrojos y pecosos.
Me quedan los pueblos que hablan qanramí. Le asigno piel cobriza o rojiza, dependiendo de la zona, facciones angulosas y pelo rojo o castaño.
Y luego están los nabatíes. Ya los he mencionado antes al describirlos como mi versión personal y cienciaficcionera de los elfos tolkienianos, y hablaré de ellos en detalle más adelante. De momento limitémonos a decir que su parte humana es de origen qanramí y, por tanto, de piel cobriza y cabello castaño. En cuanto al simbionte (o los simbiontes, porque hay más de uno) de su piel, tiene diversos colores, generalmente verde o marrón, pero también a veces amarillo.
Eso en cuanto a los distintos pueblos, pero no tardo en plantearme también la cuestión de la sexualidad. Tanto en lo que se refiere a la identidad como a la orientación.
Para empezar tomo una decisión muy simple. El género y la orientación sexual de cada nuevo personaje van a ser una tirada de dados. No literalmente, aunque llegué a plantearme algo parecido. Simplemente, cada vez que creo un nuevo personaje me paro unos segundos a decidir (e intento hacerlo del modo más rápido posible, sin pararme a considerar la cuestión a fondo) cuál es su género y hacia dónde tiran sus apetencias sexuales. Como he dicho, sin pensarlo demasiado, dejándome llevar.
Cada personaje tiene sus peculiaridades, evidentemente. Por ejemplo, la capitana de la Inquisición, Vryguest Sossee, que decido, en el momento mismo en que la creo, que va a ser lesbiana. Ni siquiera tengo que pararme a pensarlo: veo tan claro el personaje al primer golpe de vista que no hay nada más que decidir. En el espectro opuesto está mi Hereje, por ejemplo, del que tardo mucho en tener clara cuál es su sexualidad. Literalmente, soy incapaz de decidirme e incluso considero la posibilidad de que sea ace. Cuando finalmente me decido (y eso es algo que veréis en el segundo volumen, El verde entre las sombras, aunque al final de La simiente de la Esquirla tendréis un atisbo de ello) me quedan de repente claras un montón de cosas sobre él que hasta aquel momento estaban en las sombras. Kláiner, que es como se llama el personaje, termina de crearse ahí, cuando llevo casi seiscientas páginas escritas. Y en ese momento reinterpreto todo su pasado y todas sus apariciones a lo largo de la novela y me doy cuenta de por qué lo hice actuar en determinados momentos de determinada manera. Decisiones que no comprendí del todo cuando las tomaba, quedan perfectamente claras a la luz de lo que sé ahora.
También hay personajes que van cambiando en diversas versiones de la novela. Alguno es un hombre en los primeros borradores pero se acaba convirtiendo en mujer con el correr del tiempo. ¿Por qué? No lo sé. Simplemente me parece que funciona mejor de ese modo, me resulta más fácil meterme en su mente y consigo entender mejor su forma de ser.
Con el tiempo voy dándome cuenta de una cosa. De algún modo, ese azar que he intentado seguir a la hora de asignar la orientación sexual de los personajes ha acabado teniendo un sesgo que no tarda en hacérseme evidente.
Es un sesgo que me gusta. Que me parece apropiado. Que, además, en el mundo en el que estoy creando de dentro de seis mil años, creo que tiene todo el sentido del mundo.
¿Diré cuál es o dejo que lo descubráis por vosotros mismos cuando leáis la novela?
Venga, sí, lo segundo.
No es muy difícil de ver, por otro lado.
Me limitaré a decir que de forma inconsciente he ido estableciendo una pauta que, de algún modo, define de forma implícita cuál es la orientación sexual más frecuente en ese mundo. De forma inconsciente, digo, pero eso solo es al principio; porque en cuanto me doy cuenta de la existencia de la pauta, la asumo, la hago mía, la interiorizo y a partir de ese momento la uso de forma deliberada.