¿Por qué se escribe una novela en concreto? Quiero decir, ¿por qué en un momento determinado se escribe una novela y no otra cualquiera? ¿Qué circunstancias se confabulan para que la mente empiece a obsesionarse con una historia y unos personajes y no con otra y otros?
Estas preguntas, siempre pertinentes cuando un escritor empieza a escribir algo, lo son aún más cuando lo que escribe parte de la creación de otro. ¿Qué impulso lo lleva a usar personajes que no fueron creados por él, moverlos por un escenario diseñado por otra persona y meterse en sus vidas y sus pieles como si fueran propios? ¿Qué impulso lo lleva, podríamos pensar, a malgastar su tiempo jugando con una creación ajena cuando podría estar dedicándole el mismo tiempo y esfuerzo a la propia?
El escritor tendría que ser un poco sensato, ¿no? Debería suponer que, no importa lo bien que lo haga, los que lo midan con el autor original van a encontrarlo inferior y nunca apreciarán su esfuerzo como lo habrían apreciado de haber sido una obra más «personal». No importa el esfuerzo, la ilusión y el talento (el mucho o poco que tenga) que el autor le dedique a esa novela. Siempre se la considerará un trabajo menor.
Era consciente de todo eso cuando empecé a escribir La canción de Bêlit, creedme. Así pues, ¿por qué lo hice?
Por un montón de motivos y algunos me gustaría dilucidarlos en esta entrada.
Pero, por encima de todos ellos, hay uno fundamental, sin el que los demás carecen de sentido, igual que carecería de sentido todo lo que he escrito en los últimos cuarenta y tres años: me apetecía, era la novela que en aquel momento me pedía el cuerpo. Mi mente de narrador me pedía a gritos escribir exactamente esa historia y no otra.
No podía negarme. Básicamente porque no quería.

Es cierto que la idea de escribir una novela de Conan y encima una que rellenase el hueco de tres años que hay entre el primer capítulo y el segundo de «La reina de la Costa Negra» no surgió así como así. Fue un proceso gradual y aún hoy hay partes del mismo de las que no soy consciente. Pero sí que creo poder trazar con cierta exactitud cómo pasó todo. Si os interesan esas cosas y sois pacientes, os invito a que sigáis leyendo. Si no, terminad aquí la lectura.
¿Seguís aquí? Continuemos, entonces.
Es fácil ver que todo empezó cuando decidí embarcarme en la ambiciosa tarea de traducir (y publicar en Sportula, mi editorial) todo el Conan de Robert E. Howard.
Siempre me ha fascinado tanto la figura del cimerio como la prosa de Howard (tosca y fascinante al mismo tiempo, expresiva como pocas y necesitada de un buen pulido a la vez) y trabajar en una versión castellana de la misma fue una tarea que emprendí con entusiasmo y que, hoy mismo, cuando me falta poco menos de un cuarto para darla por terminada, considero uno de mis mejores trabajos creativos. Sí, he dicho creativos. La traducción es creación. Creación secundaria, si queréis. Aunque toda creación es secundaria, después de todo, a menos que uno de vosotros sea el tipo ese que dijo «Hágase la luz» y creó el universo de la nada. ¿Está por ahí? No, ya me parecía que no.
He puesto el alma en esa traducción, tanto como en cualquier cosa que haya escrito durante los cuarenta y tres años que llevo en esto. Y repasar la prosa de Howard, buscar en castellano el equivalente más adecuado a su colorista vivacidad narrativa me hizo entrar en sus relatos como nunca antes y analizar sus virtudes y sus carencias como escritor de un modo mucho más detallado de lo que lo había hecho hasta el momento.
Por otro lado, mientras buscaba material para los apéndices de mi traducción de Conan, di de nuevo con la carta que Howard había escrito a P. Schuyler Miller y John D. Clark. Carta que conocía y que ya había leído, pero que no recordaba con detalle. En ella Howard menciona que Conan y Bêlit pasaron juntos tres años. Algo que yo ya sabía: al fin y al cabo mi primer contacto con el cimerio fue a través de los comics de Marvel que guionizaba Roy Thomas y que dibujaron primero Barry Smith y luego, principalmente, John Buscema. Allí Thomas decidió contar esos tres años en «tiempo real», por así decir y, durante tres años de publicación del cómic Conan estuvo embarcado con la shemita y corrieron juntos numerosas aventuras.

Como digo, sabía todo eso. Lo que no recordaba y en lo que caí al traducir «La Reina de la Costa Negra», el relato original de Howard, fue en lo descompensado que este estaba desde un punto de vista narrativo. En el primer capítulo Conan se une a los corsarios negros. En el segundo, zas, han pasado tres años y se nos empieza a narrar lo que desembocará en la muerte de Bêlit. Es muy posible que si Howard se hubiera tomado la molestia de escribir un par de capítulos intermedios contando a vuelapluma aquellos tres años, yo ni siquiera hubiese intentado escribir esta novela.
Le doy gracias a Crom, Mitra y Bel, risueño dios de los ladrones, por ese olvido; u omisión deliberada, que tanto da.
Confieso que esa descompensación del relato me molestaba. Me molestaba como lector pero, sobre todo, me molestaba como escritor. Maldita sea, me decía, alguien debería hacer algo al respecto. Alguien debería contar esos tres años.
Bueno, alguien lo había hecho. Roy Thomas, como he dicho, los narró en las páginas de sus comics. Y Paul Anderson tiene una novela de Conan en la que cuenta, no sé si en todo o en parte, ese mismo periodo de la vida de Conan.

Vale, sí, alguien lo había hecho. Así que podía descansar tranquilo, ¿no? Podía relajarme, dar por buenos los acontecimientos narrados por Thomas (o por Anderson, según prefiriera) y pasar a otra cosa.
Resulta evidente que no lo hice, y la idea de rellenar ese hueco fue ocupando un lugar cada vez mayor en mi mente. Pasó el tiempo, seguí traduciendo otros relatos de Howard, inicié nuevas novelas, revisé y publiqué unos cuantos libros en mi editorial Sportula, comí, dormí, paseé, fui al cine, me divertí, trabajé… todas esas cosas que hace la gente.
Pero la idea seguía ahí. E iba creciendo. No podía quitármela de la cabeza. Y me conozco lo suficiente para saber que, cuando me pasa eso, estoy condenado a intentarlo. No necesariamente a conseguirlo, que esa es otra.
Empecé a pensar en una novela que no se limitase a llenar ese hueco de tres años, sino que incorporase íntegro el cuento de Howard. Mi idea (que luego sufrió unas pequeñas modificaciones) era que el primer capítulo de la novela fuera el primero de «La Reina de la Costa Negra» y los tres últimos y el epílogo, el resto del relato original. En medio, todo lo demás.
Muy bien, estupendo. Venga. No pienses más. Es lo que te apetece. Abandona La asombra del adepto (cuarta novela de la serie iniciada con El adepto de la Reina, y en la que estaba trabajando por entonces) y dedícate a escribir una novela de Conan. Por qué no. Sabes que no le van a hacer mucho caso, que seguramente será recibida con indiferencia y que, sin duda, habrá algún que otro troll que empezará a criticar con acidez (y lo que él considera ingenio) tu falta de inventiva y tu descaro por usar las creaciones de otros. Ya lo hicieron cuando escribiste tus cuatro novelas sobre Sherlock Holmes. No hay motivo para que ahora sea distinto. Pero, venga, si es lo que te apetece, adelante.
Solo que… ¿qué es lo que vas a contar? ¿Qué historia vas a meter en esos tres años de, se supone, trepidante piratería, sangre, aventuras, amor, botines y muerte?
No lo sabía. Cuando me lancé a continuar el capítulo primero de «La reina de la Costa Negra» no tenía la menor idea de la historia que iba a contar. De hecho, estaba casi seguro de que no llegaría a terminar la novela. Escribiría un capítulo o dos de Conan entre los piratas a ver qué tal me salía, a ver si podía pillarle el pulso a la historia y el ambiente y, seguramente, eso sería todo. Ahí quedaría enterrado para siempre en mi disco duro.
No fue así. Descubrí que me resultaba sorprendentemente fácil seguir la peripecia iniciada por Howard y, poco a poco, a medida que escribía, aún sin ningún plan en la cabeza, el esbozo de una trama fue tomando forma. Soy un escritor de brújula, más que de mapa, como bien saben los que me conocen. Sé de dónde parto y adónde voy y el resto lo voy improvisando un poco sobre la marcha y esa improvisación inicial me va dando una idea nebulosa de lo que será el resto del camino. En este caso era incluso más fácil: el lugar de partida y el de llegada me los había dado Howard. Así que adelante.
En aquellos momentos tenía claras muy pocas cosas.
En primer lugar, sabía que debía evitar repetir los mismos acontecimientos que había narrado Roy Thomas (con Anderson no había problema, no había leído su novela y a día de hoy sigo sin haberla leído). Porque, para contar lo mismo, ya lo había hecho él mucho mejor de lo que yo lo haría nunca.
Al mismo tiempo, había ciertos hechos en las que Thomas y yo debíamos coincidir por fuerza: el periodo de tres años, por una parte, y la quema de la flota estigia en el puerto de Jemi, por otra, algo que Howard menciona en la posterior novela La hora del dragón como un acontecimiento que tuvo lugar en la etapa de Conan como corsario de la Costa Negra.
En esa novela también se menciona a varios corsarios (ahora galeotes en una nave argósea) que estuvieron en la Tigresa. En relato original, toda la tripulación parece morir, así que había que buscar una forma de sacarlos del barco antes de que llegase el amargo final.
También sería lógico que apareciera Publio, el mercader de Messantia del que (de nuevo en La hora del dragón) se dice que hizo su fortuna traficando con los corsarios negros, especialmente con Bêlit.
Y, por supuesto, tenía que contar el modo en que Conan se ganó el sobrenombre de Amra. Así era, al parecer, como se conocía a Conan en su época junto a Bêlit. Y sí, tal como habéis adivinado, esa información también se da en La hora del dragón, y es que en esa novela, que transcurre más de veinte años después de «La Reina de la Costa Negra», (y que fue escrita un par de años más tarde) hay casi más datos sobre la etapa de Conan como corsario que en el propio relato.
Y poco más. Esas eran las únicas exigencias argumentales que tenía. A partir de ahí, podía hacer lo que quisiera, siempre que fuera fiel con los personajes y el escenario.
Ah, el escenario. En los distintos relatos de Conan, Howard había ido creando un decorado fascinante, esa Era Hibórea en la que el cimerio corre sus aventuras, un lugar que resulta al mismo tiempo sorprendentemente familiar y curiosamente exótico (Nemedia es Roma… pero no del todo; Aquilonia podría ser la Francia carolingia… o casi; Estigia es el antiguo Egipto… o no). Vamos, que el worldbuilding, como se le llama ahora, ya estaba hecho. Lo único que tenía que hacer era usarlo bien y aprovechar a fondo sus posibilidades.
Así que, mientras la idea iba tomando forma poco a poco en mi cabeza también empecé a tomar ciertas decisiones. Quería que apareciera Estigia, por supuesto (además, era necesario, o mal podríamos ir a Jemi a quemar ninguna flota), pero también Turán. De hecho, me dije, podía aprovechar para contar el ascenso de Yezdigerd al trono y enhebrar esa intriga con la trama general de la novela. Y si salía Estigia, por fuerza tenía que hacerlo Tot-Amón, el Moriarty de Conan, por llamarlo de alguna manera.
No, la comparación no es ociosa. Al igual que ocurre con Moriarty en el canon holmesiano (donde sale en un relato y es mencionado en un par de ellos más), Tot-Amón es una figura de escasa importancia en el canon howardiano. De hecho, solo aparece en «El fénix y la espada» y se lo menciona en «El dios del cuenco» y en La hora del dragón. Sería Sprague de Camp el que convertiría al brujo estigio en la némesis de Conan (o quizá al revés). De hecho su aparición en el relato «El tesoro de Tranicos», en teoría escrito por Howard, se debe a una interpolación de Sprague de Camp. En la historia original, «El extranjero negro», no había rastro de Tot-Amón por parte alguna.
Pero volvamos.
Ya tenía varios hilos de los que tirar. De hecho, tenía varios hilos inconexos (Turán, Estigia, la Costa Negra) y lo que necesitaba era una madeja que los agrupase a todos.
Poco a poco esta fue naciendo. No entraré en detalles pero, como en casi todas mis novelas, this tale grew in the telling, en las inmortales palabras del profesor Tolkien. Dicho de otro modo, la madeja fue surgiendo por sí misma a medida que la historia la iba pidiendo y se iba haciendo mayor y más compleja. El simple hecho de, en determinado momento, crear un personaje para una escena concreta (o rescatar uno de Howard, como el Demetrio de «El dios del cuenco») ya hacía que el relato cobrase más consistencia y tirase para un lado en lugar de para otro.
Ciertas reflexiones sobre detalles que quedaban en el aire en el relato original acababan ayudándome a crear un nuevo elemento que, luego, iba cobrando cada vez más importancia.
Os pondré un ejemplo que, además, es uno de los pilares fundamentales de la trama de la novela. En «La Reina de la Costa Negra» se menciona sin entrar en más detalles que Bêlit recluta su tripulación en un archipiélago al sur. De momento aparqué esa información, sin saber qué hacer con ella y me dediqué a otro asunto.
Y este era que, si la tripulación de la Tigresa estaba compuesta por corsarios (fueran estos negros, blancos o verde pistacho) por fuerza tenían que tener una patente de corso de algún país. De otro modo serían simples piratas. Sí, sé que Howard usa «pirata», «corsario», «bucanero» o «filibustero» como sinónimos totalmente intercambiables, pero no lo son. Y especialmente la idea de llamar corsarios a lo que no eran más que piratas me hacía sentir sumamente incómodo. Si eran corsarios era porque algún país les había dado una carta oficial que los autorizaba a hacer la guerra en el mar a su enemigo. Qué enemigo, era sencillo de decidir: Estigia, sin duda. ¿Y el país emisor de esa patente de corso?
Ahí es donde entra de nuevo ese misterioso archipiélago del sur que Howard, por suerte para mí, se limita a mencionar sin entrar en más detalles. Decidí que ahí, en ese archipiélago, estaría la nación soberana que otorgaba patentes de corso, no solo a Bêlit, sino a todos los corsarios negros.
Así nació Nakanda Wazuri. Y nació además, con la idea de presentar una civilización avanzada (tanto como las naciones hibóreas o más) habitada por población fundamentalmente negra. Por cierto, que si alguien encuentra un sospechoso parecido fonético entre mi Nakanda y la Wakanda de la Pantera Negra de los tebeos de Marvel, no seré yo quien le diga que se equivoca.

Así fue avanzando la historia, así se fue complicando y creciendo en complejidad y en número de tramas paralelas. Añadiendo un pequeño detalle aquí y otro allá. Recuperando a veces, personajes secundarios de diversas historias de Conan (ya he hablado del Demetrio de «El dios del cuenco», pero también estaba el Murilo de «Hatajo de rufianes», por ejemplo, que irrumpió a mitad de la novela donde y cuando menos lo esperaba), creando otros nuevos, inventando un nuevo país, añadiendo pinceladas al pasado del escenario, ampliándolo, dando mi propia visión de algunas cosas.
Y, siempre, con un cuidado exquisito de que todo encajase con el original.
Creo que lo hace, aunque sin duda habrá quien piense que no.
Desde luego, este no es el Conan de Howard. Es el mío. Hay ciertos diálogos que soy muy consciente de que Howard nunca habría escrito. Como este:
—¡Crom, Mitra y Bel! —rugió—. Nunca entenderé tantas complicaciones. La pureza de la estirpe está bien para un caballo, maldición, pero si algo me ha enseñado la vida es que cuanto más puro es un pueblo, más lánguido y decadente se vuelve. Mira esta misma isla, mujer. Los lemurios y los negros mezclaron su sangre y la raza que surgió de ambos es vital, llena de empuje y de ingenio. No tiene nada que envidiar al aquilonio de sangre más pura. Quizá al contrario. ¿Acaso tienes tú algún problema en mezclar tu sangre shemita con mi bárbara sangre de cimerio? Si algún día tenemos hijos, ¿vas a repudiarlos por ser mestizos?
Sorprendido al no obtener respuesta se giró y vio que Bêlit sonreía como si lo hubiera pillado en una trampa. Frunció el ceño, sin entender a qué venía aquello.
—¿Hijos? —dijo ella, burlona—. ¿Quieres hijos?
Asintió sin dudarlo.
—Por qué no —respondió—. Antes o después nuestra vida de piratas llegará a su fin. Y preferiría que fuera por voluntad propia y no porque estemos colgando al extremo de una horca argósea. Este parece un buen sitio donde asentarse y criar una familia, por Crom, el mejor que he visto en mucho tiempo. No me importaría volverme viejo y decadente aquí, contigo.
Incapaz de hablar, Bêlit respondió con un beso en el que, por primera vez, había más afecto que pasión. Desconcertado, Conan se lo devolvió sin comprender realmente el porqué de todo aquello.
Pero creo que no me equivoco al pensar que es compatible con el original. Que, como mucho, presenta nuevos aspectos del personaje, pero no contradice lo que Howard estableció.
Algunos me dirán que sí, que lo contradice. Que la actitud de mi Conan hacia las mujeres y hacia los negros no casa con el machismo y el racismo de Howard. Y es cierto, pero eso no invalida lo que he dicho. Howard era machista y era racista (no voy a entrar a contextualizar esa actitud, frecuente en su tiempo, parto de la base de que mis lectores tienen, al menos, dos dedos de frente) pero eso no significa que su personaje lo fuese.
No, en serio. Leed los relatos originales. ¿La actitud de Conan hacia las mujeres es machista? Lo es la del narrador de sus historias al presentarnos cómo reaccionan las mujeres ante él, pero ¿lo es un personaje que ha pasado tres años de su vida en una relación sentimental con una mujer que es capitana de una tripulación pirata a la que dirige con mano de hierro? ¿En serio? No sé por qué me da que, al primer asomo de actitud machista, Conan habría sido pasado por la quilla y emasculado, no necesariamente en ese orden.
Otro tanto podemos decir del racismo, presente en los comentarios del narrador de su biografía, pero rara vez en la actitud del propio cimerio. Recalco lo de «rara vez» porque es cierto que en «El valle de las mujeres perdidas» Conan tiene un par de comentarios no muy afortunados.
Salvo en ese relato, Conan siempre se ha relacionado con gentes de diversas naciones y razas en pie de igualdad y se ha adaptado a la convivencia con ellos sin mayores problemas, ya fueran aesires, hibóreos, afgulis, khitanios, kushitas o zingarios. Y sin duda ha gozado del amor de las mujeres nativas en todos esos países, sin importarle gran cosa nimiedades como el color de su piel. Conan se las apaña para encontrarse como en casa en cualquier lugar del mundo. Presentadme un racista que se comporte así, si es que sois capaces.
Seguro que se me criticará que el rudo cimerio no siempre sea tan rudo y que tenga conversaciones con Bêlit no muy distintas de las que tendría cualquier pareja que planea su futuro (por más que ese futuro implique buenas dosis de pillaje y matanzas). Sin duda existirán personas capaces de tirarse una relación de tres años limitándose a robar, masacrar y darle al sexo salvaje sin que en ningún momento compartan sus pensamientos con su pareja o se planteen con ella cómo será el futuro, por ejemplo. A esas buenas gentes les aconsejo que se busquen un psiquiatra de confianza. Dado que no creo que Conan estuviera mentalmente desequilibrado, confío en él lo suficiente para suponerle una relación sana y con cierta madurez.
Para los interesados, que supongo que los habrá, «La Reina de la Costa Negra», el relato original de Howard, está distribuido en los capítulos 1, 44, 46 y 48 de La canción de Bêlit, aunque he movido de sitio algunos párrafos que podréis encontrar en los capítulos 6 —el primer párrafo del capítulo, de hecho—, 4 —allí donde Bêlit le muestra a Conan el río Zarjiba por primera vez— y 20 —el momento en que la pirata discute con el cimerio sobre la vida y la muerte y le dice que volvería de los abismos del infierno para salvarlo si hiciera falta—.
Esos pequeños cambios no son arbitrarios:
El primer párrafo del capítulo tres, donde se menciona cómo reacciona el mundo al nuevo primer oficial de la Tigresa, debe situarse, por fuerza, cerca del inicio de la acción, o carece de sentido.
Narrativamente me venía mucho mejor para la historia que Bêlit le hablase del río Zarjiba a Conan por primera vez algún tiempo antes de que se decidieran a recorrer su curso.
Y, del mismo modo, era más apropiado (y me pareció que tendría más impacto llegado el momento) que Bêlit prometiera volver de los infiernos si hacía falta, no cinco minutos antes de que eso ocurra, sino varios meses antes y en medio de una conversación aparentemente inocua.
Por otro lado, cuando el Argus es atacado, el capitán le da a Conan un arco. En «La Reina de la Costa Negra» se menciona sin más ese dato, pero en ningún caso se explicita qué tipo de arco es. Eso me daba libertad suficiente para introducir un par de frases en las que se dejase constancia de que se trataba de un arco largo aquilonio, como los que las tropas de Conan usarán veintipico años más tarde en la batalla final de (otra vez, lo siento) La hora del dragón. Que fuera un arco largo y no de otro tipo tendría su importancia en partes posteriores de la historia. Del mismo modo, hice que el arco que Conan usa cuando se enfrente a las hienas en el capítulo final no fuera el arco shemita que menciona Howard, sino el mismo arco aquilonio que Conan consiguió en el Argus.
Cuando los corsarios remontan el curso del río Zarjiba y ven la ciudad por primera vez es N’Yaga en el relato original quien dice aquello de: «Un mono alado. Más nos valdría degollarnos que ir a ese lugar. Está hechizado.» En la novela me convenía que N’Yaga estuviera en otra parte en aquellos momentos, así que hice que fuera N’Gora quien dijera esas palabras. En realidad, el viejo chamán de la Tigresa no interviene para nada en la última parte del relato salvo por esa frase, así que asignársela a N’Gora, que sí juega un papel de cierta relevancia, me pareció la solución menos traumática.
Aparte de lo ya mencionado, metí mano en el relato aquí y allá, es cierto, no con la intención de modificar (o mucho menos mejorar) el estilo de Howard, sino para que la coherencia entre sus partes y las mías fuera mayor. Son cambios ínfimos que en todo caso amplían lo narrado por Howard, pero no lo contradicen.
Al principio sentí cierta incomodidad. Una cosa era interpolar mi propia historia en medio del material de Howard, y otra muy distinta atreverme a cambiar elementos de su relato o mover ciertos pedazos del original y colocarlos en otras partes de la historia.
Sin embargo, seguí adelante. Lo que había hecho era necesario narrativamente y siempre tuve un cuidado exquisito de no traicionar el espíritu del original, por más que a veces torciese un poco la letra. Además, me tranquilizaba el hecho que, por mucho que metiera la pata (si es que lo he hecho) nada cuanto pudiera hacer destruiría o estropearía el original. Este sigue ahí, al alcance de todos los lectores.
No sé qué habría pensado Howard de esta novela. Desde luego, no es la que él habría escrito, eso está claro. Pero me gustaría creer que la miraría por lo menos con benevolencia y que, consciente de que fue en primer lugar la admiración por el autor y su obra y el amor por sus creaciones lo que me motivó, no sería demasiado duro a la hora de juzgarla.
A pesar de que hay partes que ideológicamente están en las antípodas del pensamiento howardiano, quiero pensar que narrativamente es compatible con su obra y le hace justicia al personaje y al universo narrativo. Esa ha sido mi intención en todo momento y, si he fracasado, habrá sido por carencia de talento o exceso de ineptitud, nunca por falta de respeto o admiración por su trabajo.
Hace ya más de dos años que fue publicada y la recepción, en general, ha sido positiva, tanto por aquellos lectores que ya conocían la obra de Howard como por aquellos cuyo único contacto con Conan eran las películas.

Esta misma semana ha salido la versión en inglés, preparada por mí y revisada por el escritor tejano afincado en Brasil Christophe Kastensmidt. Desconozco qué recepción tendrá en el mundo de habla inglesa, aunque sospecho que será más bien modesta.
En cualquier caso, ya sea en inglés o en español, ahí está, es la novela quise escribir en cierto momento, tan mía como cualquier otra de las que escrito, por más que use personajes y escenarios de otro auior. Espero que os haya complacido y, si no es así, espero tener mejor suerte con la próxima.