PROCASTINANDO Y CATALOGANDO

La primera vez que intenté catalogar mi biblioteca fue más o menos con dieciocho años. Por aquella época acababa de empezar Filología Inglesa (carrera que dejé cinco años más tarde y de la que obtuve los beneficios de aprender a jugar al mus y echarme una novia) y me picó el gusanillo. Así que me compré un pequeño archivador y un montón de tarjetas y empecé a hacer fichas de libros.

Si alguien se pregunta por qué estaba usando un sistema analógico, le diré que estábamos en 1983 (ó 1984, como mucho) y que eso de los computadores, como aún los llamábamos entonces, era más una cosa de ciencia ficción, al menos en mi burbuja personal, que de realidad. Aunque no tanto, porque tanto mi padre como mi madre trabajaban como informáticos, pero por alguna razón desconocida y absurda (sobre todo para alguien que llevaba tiempo leyendo y escribiendo ciencia ficción), la profesión de mis padres no me interesaba lo más mínimo. Supongo que será una de esas cosas de la adolescencia.

Entonces tendría como mucho unos doscientos o trescientos libros y casi ningún cómic. Fui lector voraz de tebeos desde la infancia (sobre todo de superhéroes) pero por algún motivo que de nuevo se me escapa, a partir de los trece o catorce años dejé de leerlos y permití que los que tenía fueran desapareciendo de un modo u otro. Cosas de la adolescencia también, imagino.

Así que me puse a hacer mis fichitas con las pequeñas nociones que tenía de catalogación, que no eran más que cuatro chorradas que nos habían explicado en alguna clase; la de Teoría de la Literatura, me dice la memoria. Pero seguro que miente y fue en otra asignatura.

Al principio todo fue bien. La cosa marchaba y creo que llegué a catalogar, si no todo lo que tenía, sí casi todo. Y cuando compraba un libro nuevo, me apresuraba a hacerle la correspondiente ficha.

Con el tiempo, fui cayendo en la desidia y la desgana y el pequeño archivador fue quedando cada vez más y más desactualizado, hasta que acabé pasando de él y finalmente desapareció en las brumas del tiempo.

Tuve mi primer ordenador allá por 1988 o 1989. Un Amstrad CPC6128, con 128K de RAM y una disquetera de tres pulgadas incorporada en el teclado.

Ahí descubrí la informática, a través del manual de BASIC que venía con el ordenador, y empecé a hacer mis pinitos como programador. Al año siguiente, de hecho, empecé la carrera de informática (ya tenía claro hacía tiempo que no iba a acabar Filología), convencido de que esta vez había encontrado mi profesión.

(Y así fue, aunque tampoco acabé esa carrera. Después de tres años en la Escuela de Informática y tras un lapso de nueve meses como escribiente de la Compañía de Plana Mayor y Servicios del Tercer Batallón del Regimiento Aerotransportado Príncipe Nº 3, me matriculé en el FP de informática, que esta vez sí acabé. Empecé a currar en 1995 como informático, y ahí sigo.)

Una de las primeras cosas que programé fue una agenda telefónica. Algo muy sencillote. Era inevitable que, antes o después, intentase crear una aplicación para catalogar mi biblioteca.

Creo recordar que, de hecho, lo intenté varias veces. Incluso alguna vez me puse con Access para crear un sistema de tablas y de gestión de las mismas. Pero, de un modo u otro, nada de todo eso llegó a buen puerto. Puede que terminase las aplicacioncitas, al menos algunas, pero en cuanto empezaba a catalogar me vencía el desánimo y acababa dejándolo. Para entonces tenía bastantes más de trescientos libros, a los que había que sumar las películas y series de TV (al principio en VHS, luego en DVD y ahora en blu-ray) y los comics, a los que había vuelto allá por 1986, justo a tiempo de pillar el gran momento dulce de DC Comics.

Al final acabé usando una hoja de Excel exclusivamente para el material audiovisual, sobre todo para no volver a comprar la misma película varias veces. Hablo en serio. Me pasó concretamente con Río Bravo de Howard Hawks. Esa película y El Dorado, del mismo director, son virtualmente la misma historia. Y ambas me encantan. Normalmente, cuando estaba mirando novedades en cine en alguna tienda era consciente de que tenía una y me faltaba la otra, pero nunca recordaba cuál tenía y cuál me faltaba. Una y otra vez acababa decidiendo que la que tenía era El Dorado y que me faltaba Río Bravo. Y una y otra vez me llevaba Río Bravo a casa solo para descubrir que ya estaba allí.

Volví a intentarlo hará un par de años, después de que Marisa Cuesta me descubriese The Library Thing. Y sí que introduje unas cuantas cosas en mi espacio personal. Pero lo cierto es que el funcionamiento del sitio no me terminaba de gustar y quería algo más a mi medida.

Con lo cual llegamos a la pandemia, al confinamiento y a mi incapacidad para escribir las ochenta páginas que me faltan para rematar El rostro del vacío, cuarta y última entrega de El hueco al final del mundo, iniciado con La simiente de la Esquirla. Y al modo en que ocupé todo el tiempo que no dediqué a escribir (aparte de, evidentemente, consumir contenidos audiovisuales a mansalva).

Una de las cosas que hice durante el confinamiento fue reorganizar físicamente mi biblioteca. No una vez, sino al menos una docena de veces, como si estuviese buscando un inexistente orden perfecto que, lógicamente, se desbarataría en cuanto comprase algún libro, cómic o blu-ray nuevo. Al final, sin embargo, la dejé razonablemente a mi gusto. De paso, aproveché para hacerle una poda importante y prescindir de todo aquel material que estaba seguro de que nunca volvería a leer o a ver.

Ahora podía volver a The Library Thing y rematar la catalogación de la biblioteca… o podía directamente crear mi propia web y programarla a mi gusto.

Eso es lo que he hecho. Como casi siempre, he usado WordPress de base, porque me facilita bastante la vida no solo con las plantillas y temas, sino por el funcionamiento de los menús y por las clases que crea para el acceso a la base de datos y el manejo de estos. Normalmente dejo un WordPress mínimo y el 99% de la funcionalidad de la página lo creo en PHP y lo añado a WordPress como un plugin.

Así creé la web de Sportula, por ejemplo. Y en realidad, usé de base buena parte de lo que había desarrollado para ella. Al fin y al cabo, una parte importante del funcionamiento del sitio de Sportula se basa en incorporar libros y luego presentarlos.

Así ha nacido La biblioteca de Rudy, web que solo me es útil a mí y que no creo nadie encuentre interesante. Pero es a lo que he estado dedicándome el último mes y pico, aproximadamente, en lugar de estar escribiendo. Programando su funcionalidad, por un lado, y, por el otro, escaneando portadas, subiéndolas e incorporando los libros, cómics, pelis y series al catálago.

Sorprendentemente, esta vez he rematado la tarea con éxito. La web es funcional (aunque seguramente aún afinaré alguna cosilla) y he añadido prácticamente todo lo que tengo. De hecho, me he pasado unas cuantas semanas escaneando portadas, creando fichas, añadiendo autores…

¿Es útil? Sí, pero lo mismo en Library Thing me habría sido igual de útil y ya tenía subidas unas cuantas cosas. ¿Es un monumento a mi ego? Casi seguro que sí; a ver si no para qué iba a estar dándoos la chapa y compartiendo el asunto con vosotros. ¿Me ha mantenido entretenido y a salvo de la pereza y la molicie? Por supuesto.

Sentíos libres de echar un vistazo, evidentemente.

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