Por si no se han dado cuenta, fue el hombre quien puso fin a la guerra fría. No fueron las armas, ni la tecnología, ni los ejércitos, ni las campañas. Fue, sencillamente, el hombre. Y ni siquiera fue el hombre occidental, sino nuestro implacable enemigo del Este el que se tiró a la calle e hizo frente a las balas y las porras diciendo: ya basta. Fue su emperador, no el nuestro, quien tuvo el valor de subir a la tribuna y declarar que estaba desnudo. Y las ideologías fueron a remolque de estos acontecimientos imposibles como cuerdas de presos, como siempre les ocurre a las ideologías cuando han caducado.
George Smiley en El Peregrino Secreto
Dentro de la novela de espías destaca con luz propia la figura de John le Carré, seudónimo tras el que se oculta el inglés David Cornwell. Durante más de treinta años, la obra de Le Carré ha ido desplegando ante nosotros un mapa completo del mundo secreto y de las personas que viven en él.
Su obra es demasiado extensa para analizarla aquí de forma completa y exhaustiva. De ella destaca el ciclo de Smiley, formado por nueve novelas (en realidad por ocho, siendo estrictos, ya explicaré esta discrepancia) que forman un impresionante cuadro de lo que ha sido la historia secreta de la Guerra Fría. En ese ciclo Le Carré desarrolla el que sin duda es su personaje maestro, el anti Bond por excelencia, ese George Smiley feo, canijo y tímido, que soporta las eternas infidelidades de su mujer y saca una y otra vez a la luz un pasado que nadie, ni siquiera él, quiere ver expuesto. Aunque hablaré de todas las novelas de la serie me centraré en la trilogía que narra el enfrentamiento entre Smiley y su némesis soviética, Karla.
Antes de entrar en materia, sin embargo, no quisiera que el lector creyera que la obra de Le Carré se centra exclusivamente en el ciclo de Smiley. De hacerlo así perdería algunas de sus mejores novelas, como La Chica del Tambor, Una Pequeña Ciudad en Alemania o Un Espía Perfecto, siendo esta última en cierta forma, la otra cara de El Topo, al narrar la historia de un agente doble contada por él mismo. Sin olvidar, por otro lado, las novelas de lo que podríamos llamar su última etapa, aquellas escritas después de la Guerra Fría y que, sin abandonar del todo el mundo del espionaje o sus temas favoritos, se mueven ya por otros territorios, como pueden ser El sastre de Panamá o El jardinero fiel.
Primeras Obras
La primera novela publicada por Le Carré es, en 1961, Llamada para el Muerto (A Call for the Dead), en la que ya nos presenta al cansado pero infatigable George Smiley. Por aquel entonces Cornwell desempeñaba un cargo oficial en el Foreign Office, lo que lo obliga a recurrir a un seudónimo para la publicación de su obra. Es esta una novela bien narrada, sin grandes alardes y con unos personajes prometedores pero que todavía no están todo lo conseguidos que lo estarán posteriormente. Pese a ello ya empezamos a advertir algunas de las marcas de fábrica de Le Carré, como el cansancio y la adicción simultanea que representa el espionaje, los antiguos aliados que ahora son enemigos, o la obsesión por el pasado de todos sus personajes. En mayor o menor medida una parte importante de las novelas de Le Carré son básicamente exhumaciones de un pasado al que los personajes dan por muerto pero que sigue llamando insistentemente a las puertas de la memoria.
Parece probable que el autor no tuviera intención de seguir utilizando al personaje de Smiley, visto que en el último capítulo le hace dimitir de su cargo en el Servicio Secreto. De hecho, en su siguiente novela, Asesinato de Calidad (Murder of Quality, 1962) Smiley reaparece, pero ya no como un espía sino como un ciudadano particular que, en esta ocasión, investiga un asesinato en una public school inglesa. Ninguna conexión hay en esta novela con el mundo del espionaje (salvo la procedencia de su protagonista) y es una novela policiaca de factura clásica que bebe también en parte en las fuentes de la serie negra americana, especialmente por la despiadada disección que hace del microcosmos académico de Carne School, con su distinguida apariencia de respetabilidad y las miserias que yacen ocultas a poco que rasques la superficie.
Ninguna de las dos novelas funcionaría muy bien a nivel de público, aunque ambas fueron favorablemente acogidas por la crítica. El éxito llegaría al año siguiente, en 1963, con El Espía que Surgió del Frío (The Spy that Came in from the Cold), cuyo éxito sería fulgurante y a la que Graham Greene consideraría la mejor novela de espías jamás escrita. Si nos atenemos a lo puramente formal, a la parte técnica y mecánica es muy posible que lo sea. En novelas posteriores Le Carré conseguirá superar a su primer éxito en aspectos tanto temáticos y estilísticos como de desarrollo de personajes, pero el delicado y preciso engarce que es la estructura de la historia, la dosificación perfectamente medida de los acontecimientos, el armazón argumental, trazado casi como si se tratase de un mecanismo de relojería, permanece sin superar tanto dentro de la propia obra de Le Carré como del género en general.
El Espía que Surgió del Frío es una novela en la que nada es lo que parece y en la que, hasta la última página, el lector ignora (aunque cree saberlo) qué es lo que está ocurriendo. Es, en cierta manera, una partida de ajedrez en la que uno de los dos oponentes (Gran Bretaña) no tiene el menor escrúpulo en sacrificar sus mejores piezas con tal de capturar al rey enemigo del otro bando (Alemania Oriental). Alec Leamas, el espía al que hace referencia el título de la novela, es durante todo el desarrollo de esta un peón que cree estar haciendo un juego para descubrir, solo al final, que sus jefes están jugando otro bien distinto. La desesperación de Leamas, su fracaso (pese al éxito de su misión) son compartidos por el lector quien, al cerrar la novela se encuentra con una sensación de desamparo y un amargo regusto en la boca.
La aparición de Smiley en esta obra es, por otro lado, puramente episódica. No pasa de ser un personaje secundario y Le Carré no se toma la molestia de explicar cómo ha vuelto al mundo secreto tras su abandono en las anteriores novelas. Al mismo tiempo aparece la figura de Control, el hombre que rige los destinos del espionaje británico y que está basado en el verdadero responsable de los servicios secretos ingleses durante los años sesenta.
Mientras tanto la carrera de Cornwell en el Foreign Office va en alza. Se lo asciende a primer secretario y de Bonn es trasladado a Hamburgo. Casi enseguida, sin embargo, a causa del éxito de El Espía que Surgió del Frío presenta su dimisión y se dedica plenamente a la literatura.
En la siguiente novela del ciclo, El Espejo de los Espías (The Looking-Glass War, 1965) Smiley y Control son, de nuevo, personajes secundarios. Se nos narra en esta novela, menor sin duda tanto dentro de la serie como de la obra de Le Carré en general, el enfrentamiento entre dos servicios rivales dentro del mundo del espionaje británico y el modo en que uno de estos pone a los agentes del otro en manos del Telón de Acero con tal de acabar con la competencia. Poco hay que decir de esta novela que, sin ser mala, no resiste comparación con otras del mismo autor y resulta una decepción tras la maravilla de El Espía que Surgió del Frío. Su primera parte resulta tediosa por momentos aunque la salvan, sin duda, esos personajes que Le Carré sabe diseñar tan magníficamente y que son el epítome de todo lo británico.
Vendría un después parón de varios años. Aunque Le Carré no deja de escribir, reduce el ritmo (hasta entonces iba a una novela por año, puntualmente) y hasta 1968 no aparecerá Una Pequeña Ciudad en Alemania (A Small Town in Germany) que no forma parte de la serie y donde el autor plasma algunos de los entresijos de la vida diplomática en Alemania, algo que conocía perfectamente. En 1971 llega El amante Ingenuo y Sentimental (The Naive and Sentimental Lover) en la que se aparta por completo del mundo de los espías y nos entrega una novela que puede considerarse en cierto modo un viaje iniciático, algo dura de leer en ocasiones pero a la que salvan de nuevo sus personajes, especialmente los singulares Helen y Shamus.
Tendría que llegar 1974 para que una nueva novela de Le Carré (y de Smiley) volviera a las librerías. Sería El Topo (Tinker, Taylor, Soldier, Spy), con la que Le Carré inicia lo que he llamado la Trilogía de Karla y también su madurez como escritor.
Caída, Recuperación y Revancha
Si, como he dicho, la mayoría de las novelas de Le Carré sacan a la luz un pasado oculto, El Topo se ajusta a esa característica mejor que ninguna otra. Cuando la novela da comienzo, Control ha muerto y Smiley ha sido apartado del Servicio; este ha cambiado por completo y la mayoría de los hombres de confianza de Smiley o de Control han sido relegados o expulsados. Alguien del Ministerio del Interior viene a visitar a George y le dice que un agente de poca monta ha descubierto la posibilidad de que haya un topo (un agente doble) infiltrado en el Servicio.
Este es el punto de partida para que Smiley, más cansado que nunca, se lance a la recuperación de los últimos días de Control al frente del espionaje británico. Poco a poco, a través de sus recuerdos personales, de entrevistas con antiguos agentes, de lo que puede leer en algunos expedientes y (más importante) de lo que no puede leer en ellos, Smiley va reconstruyendo lo que ha ocurrido en los últimos años hasta llegar a desenmascarar al Topo en cuestión. Le Carré se muestra como un narrador maestro: la acción externa de la novela es mínima: Smiley realiza su investigación cómodamente sentado en una pensión de mala muerte. La verdadera acción tiene que reconstruirla el lector, a medida que George va recomponiendo el pasado y obteniendo una imagen clara de lo que ha ocurrido realmente.
Hay tres secuencias claves alrededor de las que gira toda la novela. Por un lado la entrevista en los años sesenta, en una cárcel de Delhi, entre Smiley y el que luego sería Karla, el jefe del contraespionaje ruso y supervisor directo del Topo. Por el otro, la noche en que fracasa la Operación Testimonio que Control había montado para desenmascarar al Topo, fracaso que propiciará la caída de Control e incluso su muerte. Finalmente, el día en que una fuente desconocida, con el nombre clave de Merlín, empieza a ofrecerles a los británicos información sobre el Pacto de Varsovia.
En el primer caso, la entrevista es narrada por el propio Smiley a Peter Guillam, uno de los personajes habituales de la serie, que combina las funciones de un Watson con el de brazo operativo del propio George, encargándose en cierto modo del trabajo físico que Smiley no quiere o no puede hacer. El capítulo de la entrevista esta narrado, como toda la novela, en tercera persona, pero una tercera persona que adopta el punto de vista de Guillam. Así, el momento en que los dos grandes rivales se conocen, no lo vemos tal y como nos lo cuenta Smiley, sino tal y como lo cuenta Guillam recordando cómo se le contó Smiley. Este capítulo es, sin duda, uno de los momentos cumbres de la novela, narrado con gran maestría y, al mismo tiempo, con tremenda sencillez. El calor de la cárcel india, el mutismo de Karla, la indecisión de Smiley se nos hacen tremendamente presentes, y al mismo tiempo se nos distancia de esos acontecimientos a través de la visión de Guillam.
La imagen que se nos da de Karla durante esta entrevista es estremecedora: inconmovible mientras Smiley está nervioso, mudo mientras Smiley parlotea por los codos, inatacable en sus convicciones mientras Smiley se muestra cada vez más indeciso. Acabada la entrevista (en la que Karla rechaza el ofrecimiento de desertar y pasarse a los británicos), el ruso se apropia de un mechero de Smiley, regalo de Ann, su mujer, y comprende que esta es la única debilidad de George, la «última ilusión de un hombre desilusionado», tal y como le revela el Topo a Smiley, una vez desenmascarado: «Supuso que si se sabía en el Circus que yo era el amante de Ann, no verías con claridad cuando se tratase de otros asuntos». De este modo Karla se nos revela como alguien implacable, una criatura mítica sin apenas rostro humano, que utiliza las debilidades de los demás en su propio provecho.
El segundo momento clave de la novela está disperso a lo largo de toda ella, siendo esa la noche que trata de reconstruir Smiley en su investigación. Poco a poco, mediante un dato aquí, una pista allá, un expediente que ha sido borrado, otro del que faltan páginas, la noche del fracaso de la Operación Testimonio se nos va mostrando cada vez más completa a nuestros ojos, hasta que apenas nos faltan un par de detalles para tenerla completamente reconstruida.
Al mismo tiempo, Smiley recordará la caída de Control a manos de algunos de sus acólitos, la aparición de la fuente Merlín, el material que esta les suministra a los británicos, la desconfianza de Control respecto a ese supuesto traidor a los soviéticos. Sin embargo, Control no puede impedir que Whitehall confíe cada vez más en Merlín y en los hombres que lo manejan, propiciando así su caída. Uniendo todo esto, Smiley llegará a la conclusión de que el Topo es uno de los hombres que supuestamente controlan a Merlín: en realidad, éste no es sino una tapadera para que el traidor británico pueda pasar impunemente información a los soviéticos.
Cuando George tiene todos los datos en sus manos y sabe ya lo que ha ocurrido hay un instante de vacilación. No quiere creer lo que ha descubierto, está cansado, quiere dejarlo todo, dejar de escarbar entre los desperdicios y descansar de una vez. Al final, sin embargo, el hábito de toda una vida se impondrá y Smiley el espía, el inquisidor, acabará sacando a la luz los trapos sucios y desenmascarando al Topo.
Reseñar brevemente que esta novela está parcialmente basada en la historia real del espionaje. Durante muchos años el servicio secreto británico mantuvo en su seno un topo de los rusos que, tras su desenmascaramiento, sería deportado a la Unión Soviética donde se lo recibiría como un héroe. Le Carré, por supuesto, altera la realidad para integrarla en su ficción y, aparte del hecho externo de la existencia del topo poca relación tiene con los hechos reales.
El Topo es, sin duda, el inicio de la madurez como escritor de Le Carré. Su estilo ya se ha asentado y, siempre con su voz narrativa en tercera persona, es capaz de ceder el punto de vista a un personaje o a otro según convenga. La trama, sencilla en esencia, pero compleja en su resolución resulta casi tan brillante como la de El Espía que Surgió del Frío. Y los personajes están mejor definidos que nunca, tanto los centrales (sobre todo Smiley, cada vez más contradictorio, cada vez más harto de su oficio y cada vez más incapaz de dejarlo) como los secundarios. Como es habitual en toda la obra de Le Carré, no hay en ella «buenos» o «malos»: todos los personajes tienen sus miserias secretas y el propio Smiley no está demasiado convencido respecto al sistema que defiende con su trabajo.
En 1977 llegaría El Honorable Colegial (The Honourable Schoolboy) que narra la reconstrucción del Servicio por parte de George, ahora en el antiguo puesto de Control, tras la caída causada por el desenmascaramiento del topo controlado por Karla. Aquí Smiley comparte protagonismo (y es eclipsado en buena medida) por un personaje, Jerry Westerby, que había hecho una fugaz aparición en la novela anterior y que es pieza clave de esta.
En lo que se refiere a su construcción, la novela combina dos narradores, ambos en tercera persona, pero de características bien diferenciadas. Uno es el mismo que ha venido usando hasta ahora: el clásico narrador desapasionado en tercera persona que se limita a dar cuenta de los acontecimientos. El otro, mucho más interesante, es alguien anónimo pero que, sin duda, pertenece al Servicio o está relacionado con él.
Al mismo tiempo, la novela se desarrolla en dos frentes: Hong Kong (y otras partes de Asia) y Londres, en la sede del Servicio. Es en este último lugar donde el segundo narrador asoma con más fuerza, dándonos cuenta de los chismorreos entre los agentes, contando pequeñas anécdotas de la vida laboral o privada de éstos y expresando sus propias opiniones sobre lo que ocurre realmente, algo que el primer narrador jamás hace. Mientras que este carece de rasgos personales, el otro es como un personaje más de la novela; quién sabe si uno de los secundarios que pululan por Cambridge Circus a las órdenes de George: ¿quizá el propio Peter Guillam? La habilidad de Le Carré está en conseguir que el lector diferencie sin problemas a ambos narradores, pese a que los dos utilizan la misma voz narrativa.
El personaje que da título a la novela, Jerry Westerby, acabará traicionando al Servicio cuando comprende que no puede seguir sacrificando a las personas a causa de unos ideales en los que quizá ya no cree. Westerby es uno de los mejores personajes de Le Carré, inconfundiblemente británico, pedante, complejo y cada vez más desengañado a medida que transcurre la obra. En cierto modo es un anticipo del Barley Blair de La Casa Rusia, con la diferencia de que Blair tendrá éxito donde Westerby fracasa.
Otro de los personajes interesantes de la novela es Craw, el enlace entre Westerby y Smiley. No pasa de ser un secundario, pero enseguida se nos hace simpático, con ese cinismo socarrón y esa habla ampulosa y premeditadamente petulante.
Algunos años más tarde llegaría La Gente de Smiley (Smiley’s People, 1979), con la que se cerrará la trilogía y, aparentemente, el ciclo de Smiley.
De nuevo estamos ante una investigación del pasado, pero ya no del pasado de George (aunque este sigue presente) sino del de su archienemigo, Karla, quien por primera vez adquiere un rostro humano y unas debilidades de las que Smiley se puede aprovechar. Hasta entonces Karla había sido un diminuto hombrecillo de aspecto indestructible al que nada podía atacar. Ahora, caído de su pedestal, se nos revela, ya no como un mito (y por tanto inatacable) sino como un hombre al que se puede doblegar.
De nuevo la trama está narrada con mano maestra. El asesinato de un viejo general ruso exiliado en Inglaterra que había trabajado para el Servicio, sacará a Smiley de su retiro. Su misión no es descubrir nada, no tiene nada que escudriñar: simplemente debe asegurarse de que el viejo general no deja nada comprometedor para la prensa. Pero a partir de ahí la sagaz mente de Smiley va descubriendo secretos ocultos tras otros secretos que le llevan finalmente al mayor de todos: Karla no es invulnerable.
Al principio, George parece condenado al fracaso. A medida que investiga solo parece obtener dolor y sacar muy poco en claro. Como dice Carlos Pujol: «Smiley tiene que reconstruir muchas ingratas circunstancias del pasado y al hacerlo […] comprueba los estragos que ha causado el tiempo en los veteranos del Circus, a veces en el último eslabón del declive moral o físico […]. El pasaje de su reencuentro con Toby es cruel, el de su visita a Connie Sachs de un patetismo inolvidable». Y luego, de pronto, todo cambia, Smiley ha encontrado el eslabón débil de su enemigo, ha visto el rostro humano que se ocultaba tras la figura mítica y sabe que puede vencerlo.
Empieza aquí la segunda parte de la novela en la que el ritmo, contrariamente al de la primera, se vuelve casi trepidante. Sin apenas infraestructura que lo apoye, George consigue arrancar de sus antiguos superiores una débil promesa de colaboración en la operación de que se avecina: nada menos que conseguir la deserción de Karla.
Finalmente, en una húmeda noche de Berlín, esta se produce. Karla cruza el muro y, siempre, silencioso, sin decir una palabra, permite que los británicos se lo lleven. Antes de eso, en una tensa espera, Smiley comprende que, en el fondo, no desea la deserción de Karla y mucho menos ser él el causante de ésta:
No vengas, pensó Smiley. Disparen, pensó, hablándole a la gente de Karla y no a la suya […] Volvió a mirar la oscuridad del otro lado del río y un vértigo impío se apoderó de él mientras el mal mismo contra el que había combatido parecía estirarse, dominarle, atraparle a pesar de sus esfuerzos y llamarle traidor; se burlaba de él al mismo tiempo que celebraba su traición. Sobre Karla ha caído la maldición de la compasión de Smiley y, sobre éste, la maldición del fanatismo de aquel. Lo he destruido con las armas que aborrezco, que son las suyas. Cada uno ha cruzado las fronteras del otro, somos los no hombres de esta tierra de nadie.
En el fondo, comprende Smiley, su triunfo es un fracaso, para obtener su victoria se ha visto obligado a usar los métodos de su enemigo y se ha convertido en él.
Llega el momento culminante, con Karla en su poder, y este deja caer sobre el frío pavimento el mechero que ha guardado tantos años. Pero Smiley se niega a recogerlo. No quiere el premio por su traición a sí mismo. Peter Guillam le dice que ha ganado. Smiley, incrédulo, responde: «¿He ganado? Sí, supongo que sí».
Con esta amargura parecía despedirse el ciclo de Smiley. El viejo soldado de la Guerra Fría obtenía su última victoria solo para descubrirla fútil y vacía y retirarse después de escena. Como veremos más adelante, esto no es así.
El Curioso Asunto de la Casa Rusia
La siguiente novela de Le Carré no solo se apartaría del ciclo de Smiley, sino de su tema habitual del enfrentamiento entre los dos grandes bloques. En La Chica del Tambor (Little Drummer Girl, 1983), nos narraría el enfrentamiento entre israelíes y palestinos, consiguiendo otra de sus grandes novelas.
Con Charlie, la chica del tambor a que hace referencia el título, el autor alcanza una nueva cima de definición de personajes, esta vez con un personaje femenino, que hasta el momento no habían pasado de secundarios en su obra. Esa muchacha inglesa, fingidora por naturaleza, desorientada, poseedora de unos ideales confusos e irreales, se le hace simpática al lector desde el primer momento, y no es raro que compartamos su confusión y desesperación a lo largo de la novela. En cierta forma, Charlie representa a Occidente: bien arropada en su sociedad sobreprotectora, cómodamente instalada en su vida burguesa, puede permitirse el lujo de ir por la vida de contestataria y liberal porque sabe que, cuando se canse de jugar a la revolucionaria, tendrá un hogar confortable al que volver. A lo largo de la novela, las convicciones de Charlie van siendo sutilmente dinamitadas, como lo son las del lector. En realidad, La Chica del Tambor no trata tanto del enfrentamiento entre israelíes y palestinos, como de la indiferencia del mundo occidental ante conflictos que él mismo ha provocado, vagamente disfrazada tras unos gestos que no cuestan nada y que contribuyen a acallar la conciencia culpable. Al acabar la novela, Charlie ya no podrá ignorar la miseria y el dolor que son la norma en el mundo más allá de las comodidades de Occidente, y tampoco el lector podrá hacerlo.
Vendría después Un Espía Perfecto (A Perfect Spy, 1986), que como ya apuntaba antes es, en cierta medida, la otra cara de El Topo. Con la escusa de un agente doble que cuenta su vida, Le Carré nos traza un cuadro tremendamente vívido y conmovedor de la Inglaterra y la Europa de entreguerras y consigue una gran novela que, sin dejar de pertenecer al género de espías, lo trasciende por completo. Magnus Pym, ese espía perfecto que no sabe a quién sirve y que terminará sirviendo a la amistad (a su idea de la amistad) por encima del país para el que aparentemente trabaja, es, de nuevo, un personaje magnífico y brillante, y su peripecia vital narrada por él mismo un relato apasionante y desgarrador.
En esta novela, Le Carré vuelve a jugar con las personas narrativas, utilizando dos narradores que, en el fondo, son tres. Por un lado un narrador distante en tercera persona, que nos cuenta los acontecimientos del presente. Por el otro el propio Pym, escribiendo su historia, que se desdobla a su vez en dos. Como si no escribiera su historia, sino la de alguien a quien una vez conoció pero que no es él, Pym adopta a veces una perspectiva de tercera persona, distanciándose de sí mismo, solo para en otras ocasiones utilizar la primera persona y acercarse sin quererlo a los acontecimientos. No hay sorpresa en esta historia, no hay indagación al estilo policiaco: desde la primera página sabemos que Pym es un agente doble, lo único que ignoramos son las causas por las que lo es. En cierto modo, el propio Pym las ignora y si transcribe su vida al papel, mientras espera que sus colegas vengan a buscarlo para hacerle pagar su traición, es para averiguarlo él mismo.
Un espía perfecto es, por otro lado, una de las novelas más autobiográficas de Le Carré, donde no solo se codifica a sí mismo y a su vida, sino a su padre, una figura contradictoria y grandilocuente que parece haber sido el germen de muchos de sus personajes.
En 1989, Le Carré publicaría La Casa Rusia (The Russia House) que forma y no forma parte del ciclo de Smiley. En realidad, considerada por sí sola, es completamente ajena a él. Ni Smiley ni el Cambridge Circus son mencionados una sola vez a lo largo de la novela. Sin embargo, posteriormente, en El Peregrino Secreto, en la que Smiley reaparece, el narrador será uno de los protagonistas de La Casa Rusia.
Al igual que en su novela anterior, Le Carré abandona aquí toda pretensión de intriga policiaca, salvo en los últimos capítulos. La historia no puede ser más simple: un científico ruso intenta poner en manos de un editor occidental un manuscrito en que se revela que toda la parafernalia militar soviética es inoperante y que el miedo que ha alimentado la Guerra Fría todos estos años ha carecido de motivo. El Oso Ruso no es un enemigo a la altura de lo que se creía y los Estados Unidos se han visto metidos en una carrera armamentística que no tenía el menor sentido. El manuscrito en cuestión, sin embargo, cae en manos del espionaje británico, quien quiere vendérselo a los americanos. Para ello necesitan contactar con el científico ruso y eso solo puede hacerlo el hombre que iba a ser su editor. Hace así su entrada en escena Barley Blair, editor bohemio y disoluto, que será reclutado medio a la fuerza por el servicio secreto para que les sirva de enlace con el científico soviético.
Apenas hay acción en la novela, y la historia es pausada, tranquila, sin apenas sobresaltos hasta los últimos capítulos. Se nos ofrece en ella una visión de la Rusia de principios de la Perestroika y, básicamente, la historia de amor de Blair y Katya, amiga y enlace de Goethe, el científico ruso que quiere exponer al mundo el talón de Aquiles de su imperio. La historia gira, en cierto modo, alrededor de una frase de la poeta May Sarton: «Hay que que pensar como un héroe para comportarse como un ser humano simplemente decente», citada por Blair en la novela. El momento álgido llega cuando este comprende que Goethe ha sido descubierto por los soviéticos y se le presenta la decisión: traicionar el sistema en el que ha vivido, o a la mujer a la que ama. Al final, encontrará el valor necesario para comportarse como un «ser humano simplemente decente» y comprenderá que ninguna ideología merece el sacrificio de las personas. Tachado de traidor, Blair volverá sin embargo a occidente con la conciencia tranquila: ha salvado lo que le importaba, las vidas de Katya y su familia, y lo demás le importa un bledo. Como desvela Le Carré con mano maestra y con una tremenda ironía, su traición carece de consecuencias y el mundo sigue igual que antes.
La Casa Rusia es quizá una novela menor dentro de la producción de Le Carré, pero no esta exenta de atractivo. Es una hermosa historia de amor, bien contada y bien resuelta que al acabarla deja un regusto agridulce en la boca y una media sonrisa en el rostro. Destacar de ella un personaje secundario, Palfrey, que actuará como narrador, y que es un individuo cínico y carente de ideales pero que, en el fondo, admira a Barley y lo que este ha hecho, aunque sabe que nunca tendrá el valor suficiente para imitarlo. Sabe que, para él, ya es demasiado tarde como para «pensar como un héroe» y se limitará a vegetar en su vida de engaños y miserias.
La Despedida de George
El Peregrino Secreto (The Secret Pilgrim, 1990) es la última aparición pública de Smiley y casi podría considerarse el testamento literario de Le Carré, o al menos el compendio y recapitulación de una parte muy importante de su obra.
El narrador de esta novela, Ned, antiguo jefe de la Casa Rusia que ha perdido su puesto en la anterior novela, está ahora a cargo de la «guardería», es decir del entrenamiento de los nuevos agentes. Decide invitar a George como orador a la cena de graduación y, tras esta, los jóvenes espías pasan con el viejo agente a la biblioteca, donde lo someterán durante varias horas a sus agudas preguntas. Esto no pasa de ser la excusa, el punto de partida para que Le Carré nos ofrezca una visión global de lo que han sido los años de Guerra Fría, desde principios de los sesenta hasta la actualidad. Más que una novela, El Peregrino Secreto es un libro de cuentos. Ned va recordando distintas historias de las que él ha sido, unas veces protagonista, otras testigo y otras simple oyente. Cada capítulo, precedido por una pregunta a Smiley y la respuesta de éste, es un relato en cierto modo independiente, pero todos juntos despliegan ante nosotros un panorama completo del mundo secreto británico.
Algunas historias tienen cierto toque humorístico, otras nostálgico, otras simplemente triste. El relato del joven agente que, en su primera misión al otro lado pierde una serie de tarjetitas donde había apuntado, para no olvidarlos, todos los datos de su red y que causará, sin quererlo, la caída de esta, nos haría reír si no viésemos la tragedia que subyace tras esta historia, la destrucción de vidas humanas que causa el acto sin malicia de un joven inexperto.
Otras historias son estremecedoras, como la del funcionario que se acusa a sí mismo de espía porque ha dejado de serles útil a los rusos, estos han cortado el contacto y ya no tiene a nadie con quien hablar, con quien confesarse; como hombre reservado, tremendamente tímido que es, necesita abrir su alma a alguien, y la única opción que le queda es autoacusarse por medio de un anónimo para, luego, obligar prácticamente al investigador de su caso (el narrador de la historia) a que escuche sus más íntimas confidencias.
El relato quizá más hermoso y patético del libro es el del sargento retirado que viene a hablar con Smiley para que le diga si su hijo era, o no, un agente británico tras el telón de acero: Unos meses atrás ha ido a visitar al chico a la cárcel y este le ha confesado que en realidad todo es una tapadera y él es un espía; si le pasa algo no tiene más que acudir al Servicio Secreto y preguntar por los gemelos de su propiedad, que ellos guardan y que lo identifican como espía. Cuando su hijo muere acude al Servicio para que se lo confirme. Smiley, tras investigar los antecedentes del muchacho descubre lo que ya sabía: nunca ha estado en la nómina del Servicio, no era más que un vulgar delincuente que jugó de forma cruel con las ilusiones de su padre. Convoca al militar retirado y su esposa a su despacho y les dice que su deber es negar cualquier conexión entre su hijo y el espionaje, que jamás deben volver a verlo ni a preguntarle por la cuestión y que no tiene nada más que decir. Vacila unos instantes y luego añade, de repente: «casualmente encontré esto en mi caja fuerte» y le da un estuche que, al abrirlo, contiene unos hermosos gemelos de oro. El militar y su mujer, con lágrimas en los ojos, le dan las gracias y se van. Ned, el narrador, que ha conocido esta historia de rebote y que sabe que los gemelos eran un antiguo regalo de Ann, la mujer de Smiley, se pregunta por qué este hizo lo que hizo. Finalmente, llega a una conclusión:
Smiley comprendió que aquel era uno de los raros momentos en los que el Servicio puede tener un auténtico valor para la gente de verdad. Por una vez, la mitología del espionaje se utilizaría no para disfrazar otro caso de incompetencia o de traición, sino para respetar los sueños de un matrimonio de ancianos. Por una vez, Smiley podía decir con toda confianza que una operación secreta había funcionado.
A lo largo de la novela, vemos un Smiley que con el tiempo se ha ido reconciliando consigo mismo, con sus éxitos y sus fracasos, con sus propias contradicciones. Ha cambiado, es quizá más sabio, más tolerante. Acabada la tanda de preguntas y respuestas, y mientras se prepara para irse, dice:
No es solo nuestra mentalidad lo que vamos a tener que reconstruir. Es el superpoderoso estado moderno que nos hemos construido como bastión contra algo que ya no existe. Para ser libres hemos renunciado a demasiadas libertades. Ahora tenemos que recuperarlas.
Una idea que si era cierta en el momento en que fue expresada no lo es menos hoy en día; quizá más.
Tras una vida de derrotas, desengaños y amarguras, Smiley no ha perdido su visión sagaz. Y lo que es más importante, no ha perdido su esperanza.
Apéndice:
Le Carré en la Pantalla
En general, John Le Carré ha tenido buena suerte con sus adaptaciones al cine. Todas ellas (salvo El Espejo de los Espías, película de la que ignoro los resultados) le han sido bastante fieles y resultan, por lo general, buenas traslaciones de su obra.
Quizá la mejor de las películas basadas en uno de sus libros sea la primera, El Espía que Surgió del Frío, dirigida por Martin Ritt e interpretada por Richard Burton, en el que quizá sea uno de sus mejores papeles para el cine, encarnando al desengañado Alec Leamas. La película no traiciona al libro en ningún momento y resulta tan compleja como este, pero tan bien resuelta que el espectador no se pierde en ningún momento.
Otras adaptaciones como la de La Chica del Tambor (con Diane Keaton y Klaus Kinsky) o La Casa Rusia (con Sean Connery y Michell Pfeifer) son, en líneas generales, correctas, buenas películas sin llegar tampoco a ser nada extraordinario y que, pese a algunos cambios menores, son perfectamente fieles al espíritu del original.
Pero donde de verdad ha tenido suerte Le Carré ha sido en la pequeña pantalla. A principios de los ochenta la BBC realizaría las series Calderero, Sastre, Soldado, Espía y Los Hombres de Smiley, que adaptan sus novelas El Topo y La Gente de Smiley y que fueron emitidas por Televisión Española hace ya algunos años. Además de ser ambas magníficas adaptaciones de las novelas originales (y de la curiosidad de poder ver a Patrick Stewart, el capitán Picard de Star Trek, en el papel de Karla) poseen el tremendo acierto de contar con Alec Guinnes encarnando a Smiley. Uno de los peligros de las adaptaciones de la literatura a la imagen es que, a menudo, los actores que encarnan a los personajes entran en conflicto con la imagen mental que los lectores se habían formado de ellos (como ocurre, por ejemplo, con Diane Keaton como Charlie en La Chica del Tambor). Pero en el caso concreto de estas series, Guinnes es, sin duda, el Smiley perfecto, ajustado al cien por cien a la descripción que de él hace Le Carré, en una de sus más soberbias interpretaciones. No es casual que el propio Le Carré le dedicara El Peregrino Secreto «con afecto y admiración». Para mí, y creo que para muchos, el rostro de Alec Guinnes será para siempre el del valeroso y desengañado George Smiley. No es el momento ni el lugar para un análisis detallado de las series, pero aquellos que estéis interesados podréis encontrar un comentario sobre ellas aquí y aquí.
© 1994, 2007, Rodolfo Martínez